"Agua", relato de Salar Abdoh

4 de febrero, 2024 -
Tras una larga guerra, un hombre en Irán busca sentido, espera el amor y lucha con la historia de una ballena.

 

Salar Abdoh

 

Al tercer día, el chico que había bajado con Ebadi por aquella pendiente despiadada aún quería vivir. No quería arriesgar su vida para ver si en la vid que crecía al otro lado del arroyo quedaban uvas para comer. La noche anterior, Ebadi había intentado cruzar él mismo. Le había resultado difícil. Tenía los tobillos torcidos por el vuelo colina abajo y la muñeca izquierda, herida, empezaba a dolerle. A pesar de todo, se había arrastrado con dolor y había llegado a menos de veinte metros del arroyo antes de que las bengalas enemigas iluminaran la llanura y le obligaran a regresar a toda prisa bajo la copa de los árboles. Fue un desperdicio. Habían arrebatado la colina 2319 al enemigo para que éste se las volviera a arrebatar. Y así seguirían unos años más. Y durante unos años más, Ebadi se preguntaría en voz baja qué sentido había tenido la Colina 2319.

Quizás el sentido había estado en el agua. En aquellos días, una que otra vez hubo demasiada agua. La mayor parte del tiempo no había suficiente. A él le gustaba la lluvia y empezaba a no gustarle la universidad. Ahora, sentado en un aula, recordando los once días que pasó escondido en aquellos bosques como voluntario combatiente durante el verano de 1983, dejó de prestar atención a la profesora, abrió su Corán de bolsillo y leyó las palabras que se sabía de memoria: ¿Piensan los hombres que basta con decir que son verdaderos creyentes? ¿Imaginan que no serán puestos a prueba más allá de lo que dicen?

Ebadi cerró el libro y estudió brevemente a la mujer que daba una conferencia en la despintada sala de la universidad. Llevaba cuatro sesiones hablando del agua. Caminaba con un vigor que le hizo sentirse incómodo. Era apasionada. De eso se trataba. Le apasionaba la historia de unos hombres que persiguen a una ballena por alta mar. No le gustaba el título Moby Dick. No le gustaban muchas cosas del libro. Después de un comienzo prometedor todo le hablaba de desperdicio.

La colina 2319 había sido un desperdicio. Nunca se había atrevido a compartir ese pensamiento con nadie. Todo lo que habían hecho era ganarse 48 horas para ver las posiciones avanzadas iraquíes. Lo que no significaba nada. ¿Y qué si estaban viendo las posiciones avanzadas del otro bando? Para mantener la 2319 tenían que tener también la 2320 y la 2318. Ebadi consideró esos números en su cabeza y se desorientó brevemente. Se inquietó. Quería que la mujer se detuviera para siempre. Durante su segunda conferencia sobre Moby Dickles había dicho que el agua era un símbolo de la muerte. Parecía invitar a los alumnos a que discreparan de ella. ¿Cómo podía el agua ser la muerte cuando una gota de ella en 2319 podría haber salvado la vida de un hombre durante una hora más? Y una hora importaba. Incluso cinco minutos podían marcar la diferencia. Ebadi se vio levantándose de su asiento para gritarle algunas cosas. ¿Qué le diría? Para empezar, no podía decir con seguridad si las otras dos colinas que rodeaban la 2319 habían sido en realidad la 2320 y la 2318. Lo más probable era que no lo fueran, pero los números tenían sentido. Los números también eran infinitos, como lo era el agua cuando había demasiada e incluso cuando no había suficiente. Recordó cómo el hermano Samanpur, que era el comandante a cargo de la celda 2319, le había dado el último frasco de agua que había podido conseguir y le había ordenado que diera sólo unas gotas cada hora a los heridos. No era una buena idea, porque incluso unas pocas gotas en los labios resecos de un hombre le hacían llorar pidiendo más agua. Pero Ebadi había hecho lo que le habían dicho y se había ceñido a su tarea. El hermano Samanpur había dejado claro que ni se le ocurriera volver a abrir el frasco de agua antes de que transcurrieran sesenta minutos.

Más tarde, cuando Ebadi viera que él y el niño eran los únicos que habían salido con vida de 2319, tendría tiempo de sobra para pensar en esa fascinación que sentía por los números: once días, por ejemplo, hasta que por fin llegó el contraataque que no salvaría al hermano Samanpur. Siete de esos once días, Ebadi había observado y llevado la cuenta mientras el niño lloraba desesperadamente cada puesta de sol. El niño lloraba y luego esperaba a que oscureciera del todo para acercarse a preguntar a Ebadi si creía que por fin había llegado el momento de arriesgarse a cruzar la llanura abierta. Pero había aún más en estas cifras: 48 horas que su pelotón había sido encargado de mantener 2319. Sesenta y tres horas que realmente lo habían mantenido. Su muñeca empezaba a oler el tercer día. Después del rescate, los médicos de la retaguardia le habían mirado la mano con incredulidad, diciéndole que una herida tan antigua seguramente habría requerido amputación. Se había sentado a escuchar mientras hablaban de que aquello debía de ser una especie de récord mundial. ¡Once días! Quiso decirles que no, que en realidad habían sido catorce días, porque había recibido la herida poco después de que capturaran 2319. Así que fueron once días más 63 horas.

Los números se agitaron un poco más en la cabeza de Ebadi mientras la mujer decía algo sobre cómo la clase realmente debería mejorar su lectura en inglés si querían entender mejor la novela. No era culpa suya que algunos tuvieran problemas. Se trataba de un curso universitario de literatura y no de un curso de idiomas, dijo.

Ebadi agachó la cabeza. Faltaban nueve minutos y medio para que terminara la clase. No regresaría. Acababa de decidirlo. Durante esos once días al pie de 2319, había luchado más o menos con la misma idea de volver a la guerra o no. Si sobrevivía, ¿volvería a ser estudiante de ingeniería o se quedaría hasta que terminara la guerra? Había tenido tiempo más que suficiente para pensar en ello. Todas las mañanas, los iraquíes volvían a disfrutar de las alturas, lanzaban algunos morteros al valle para demostrar a los rezagados que se escondían abajo quién mandaba. Sin embargo, ninguno de los soldados enemigos se aventuraba a bajar. No tenían por qué hacerlo. ¿Para qué arriesgarse a que les dispararan si podían seguir lanzando morteros? Ebadi recordaba la sonrisa del niño la primera vez que volvió corriendo del arroyo con una camisa llena de hojas de parra. No había uvas, pero las propias hojas agrias eran comestibles aunque te dieran los peores calambres del mundo. Y después de que el chico hubiera llorado suficientes puestas de sol y después de que Ebadi hubiera considerado la posibilidad de echarse a llorar a causa del dolor constante en el estómago y el descubrimiento de los huevos de mosca incubados en su muñeca, una noche llamó al chico y le recordó la Paciencia de Job y recitó las líneas que se repetía a sí mismo desde entonces... ¿Piensan los hombres que basta con decir que son verdaderos creyentes? ¿Se imaginan que no serán puestos a prueba más allá de sus palabras?

"La paciencia no es algo que se pueda comprar en la calle", le había dicho al chico con toda la sinceridad de la que fue capaz, intentando en todo momento no pensar demasiado en los huevos que se le estaban incubando en la muñeca. Luego caminó despreocupadamente bajo la luz de la luna, donde podrían haberle disparado fácilmente, y juró olvidarse de la escuela de ingeniería hasta que hubiera visto el final de la guerra. Pero de eso hacía diez años y la guerra había terminado y él ya no era estudiante de ingeniería y no le importaba ni Moby Dick ni la profesora que la enseñaba.

Echó un rápido vistazo a la clase. La universidad era un campus reciente a más de una hora en coche de Teherán. El primer día de clase había montones de ladrillos amarillos al fondo de casi todas las aulas. Pero cada día que pasaba había menos ladrillos. Alguien se los estaba robando. Mientras tanto, la mayoría de los edificios estaban a medio hacer y la gente decía que la universidad se había quedado sin dinero y no podía terminar el proyecto. Incluso los dormitorios de la universidad seguían en Teherán. Ebadi dormía allí, compartiendo habitación con otros tres estudiantes al menos una década más jóvenes que él. Apenas hablaba con ellos y por la noche, cuando se acostaba en la cama y se preguntaba por qué estaba aquí estudiando lo que estaba estudiando, se recordaba a sí mismo que no se merecía no estar aquí. Es decir, que merecía no estar en casa, en Qom, donde todavía tenía que mirar a los ojos de su padre e intentar explicarle por qué había abandonado la ingeniería. ¿Por qué? Porque con los números aún se podía soñar, con las fórmulas estrictas y los libros de texto no. Pero nunca se lo había dicho a nadie, igual que nunca le había dicho a nadie que pensaba que 2319 había sido una pérdida de tiempo y de vidas. No dijo gran cosa, y punto. Después de 2319 habría otras colinas que tomar y perder. Pero Ebadi nunca había hablado como había hablado con el chico durante esos once días con sus noches. Nunca había vuelto a hablar de paciencia. Nunca había intentado dispensar más sabiduría.

Sin embargo, el problema era que en casa todos querían que hablara. Lo que más querían era que se casara. Su padre decía que había por lo menos veinte chicas adecuadas y que lo único que tenía que hacer su único hijo era dejar de lamentarse y empezar a vivir. No se hace una vida y se sienta la cabeza sentándose en la habitación a estudiar por correspondencia una lengua extranjera. O se casaba y empezaba a ayudar a su padre en la panadería o tenía que marcharse. Ebadi había optado por marcharse. Se había vuelto a presentar a los exámenes de acceso a la universidad y, aunque no había obtenido una calificación suficiente en matemáticas, había recibido una beca para estudiar inglés.

Se abalanzó a la oferta.

Quizá el salto había sido demasiado precipitado. Tal vez había cometido un error.

Oía el sonido del inglés. Todavía le asombraba que pudiera sentarse en un curso universitario y comprender el inglés leído en voz alta. Con algunos de los libros más fáciles ni siquiera tenía que mirar la página para entender el texto. Sabía que había sido diligente con su curso por correspondencia, pero nunca se había imaginado que podría llevarle a la universidad de verdad. Intentó concentrarse ahora y dejar que sus pensamientos permanecieran fijos en el otro idioma. La voz que leía era suave y pausada. Hacía pausas a menudo, captando con cuidado los altibajos de un estilo con el que ninguno de ellos se había topado antes. La voz pertenecía a una estudiante sentada detrás de Ebadi. La profesora nunca pedía a los hombres que leyeran. Sólo una vez, al principio del semestre, se lo había pedido a uno de los chicos que se sentaban en primera fila, pero éste la había mirado con desdén durante un segundo y se había marchado rápidamente. Más tarde, Ebadi se enteró de que el tipo no era un estudiante, sino uno de los "vigilantes" de la universidad enviados para asegurarse de que la joven profesora, educada en el extranjero, no ofrecía a la clase nada obsceno. Tal vez la profesora había sentido algo y quería enfrentarse al hombre por ello. Pero después de aquella vez no se había vuelto a molestar en llamar a ningún hombre para que leyera. Además, a diferencia de la ingeniería, en los cursos de literatura las mujeres eran mayoría. A menudo compartían la misma edad que sus compañeras. Lo que había notado en esas mujeres era lo ansiosas que estaban por dejarse caer el hiyab en cuanto salían del campus. Se teñían el cabello. Eso era lo que hacían. Se teñían todo. El suyo era un mundo de colores, pensó Ebadi. No temían a nada y se reían de él. Al principio del semestre les había oído practicar inglés hablando de él. ¿Por qué estaba en el Departamento de Inglés? Debía de formar parte del sistema de cuotas para los estúpidos veteranos de guerra y las familias de los mártires. Probablemente no entendía ni una palabra del idioma. Debería recortarse la barba. Eso era lo que debía hacer. Su barba debe tener pulgas. ¿Alguien sabía qué le pasaba en el brazo? ¿Por qué sostenía un bolígrafo como un robot?

¿Era para ellos, entonces, que su pelotón había tomado 2319 y luego lo había perdido? Hablaban de él como si ni siquiera estuviera allí para oírles. Estaban tan seguros de que no sería capaz de entender lo que decían. ¿Es que para ellos había batido algún tipo de récord con la muñeca para que ahora pudieran decir que sostenía el bolígrafo de forma extraña? Al menos tenía las dos manos quietas, que era más de lo que podía decir del capitán Ahab en Moby Dick. Ese hombre sólo tenía una pierna y fue un tonto por ir tras la ballena blanca. Habría sido un tonto aunque hubiera tenido las dos piernas. En cuanto a esas mujeres, Ebadi estaba segura de que ninguna de ellas conocía el verdadero sufrimiento. No eran como las buenas enfermeras que le habían cuidado después de 2319. A las mujeres de aquí sólo les gustaba leer sobre el sufrimiento. Les gustaba ver fotos. ¿Cómo podrían las fotos contar la historia de 2319? Era como intentar explicarle a alguien cómo cazar una ballena cuando ni siquiera había metido un dedo en el mar.


Cuarenta minutos después de terminar la clase, Ebadi seguía de pie al final de la fila de personas que esperaban para abordar los minibuses que se dirigían a Teherán. Había nevado y ahora lloviznaba ligeramente. Una tarde fría. La gente, gris y sin sonrisa, se empujaba cada vez que llegaba un autobús. Estudiantes, obreros de la construcción afganos, mujeres que se mordían con fuerza la parte superior de suschadors negros para liberar una mano para sujetar a sus hijos: todos querían un asiento en el autobús. Ebadi no estaba de humor para luchar por un asiento. La muñeca siempre le dolía más con el clima húmedo y no quería agravarla. Empezó a caminar. Siempre podía coger uno de esos estrechos y carísimos taxis privados que había más adelante y tirar el dinero de la cena en conseguir que le llevaran de vuelta a la residencia. Lo haría. Lo haría siempre y cuando no tuviera que cruzarse con ninguna de esas caras de la Asociación de Estudiantes Veteranos de Guerra de la escuela. Últimamente, esos tipos se comportaban raro con él. No se burlaban de él como las chicas de su clase, pero probablemente lo consideraban una especie de desertor por haber dejado de asistir a sus reuniones de los jueves por la noche. ¿Qué sentido tenían esas reuniones? La guerra había terminado. La guerra había terminado y él no era un desertor. Lo sabía con certeza y 2319 lo demostraba. Incluso en aquella octava o novena noche en las tierras salvajes del Kurdistán, cuando el chico tuvo otro arrebato -preguntando a Ebadi si el hecho de que hubieran abandonado sus posiciones mientras todos los demás estaban muertos significaba que eran desertores y que ya no irían al cielo-, incluso entonces Ebadi había sabido e insistido en que él y el chico no eran desertores. Porque, bueno, porque ¿de qué habría servido quedarse en la colina y morir junto al cuerpo ya agarrotado del hermano Samanpur? ¿No sería eso como un suicidio? ¿Y no era suicidarse la forma más segura de no ir al cielo? No, le había recordado al chico que habían tenido toda la razón al ponerse a salvo de 2319. Su prueba no era quedarse y morir, sino vivir y sufrir como lo estaban haciendo.

"Sólo piensa en cómo el hermano Samanpur está rodeado de todas las cosas buenas ahora mismo allí arriba en el cielo. Y no sólo él, sino Dehqan, Taleb, Rezai, todos ellos están allí porque se lo merecen. Y tú y yo, tenemos que ganarnos nuestro pasaje como ellos lo hicieron. Tenemos que quedarnos, aprender a tener paciencia, sufrir". Pero el niño seguía gimoteando incluso mientras sus dientes trituraban las hojas de uva. Ahora que sufría en serio, quería saber cuándo exactamente se harían merecedores de la muerte. ¿Y quién notaría la diferencia si simplemente se alejaban de la línea de árboles por la mañana y se dejaban disparar por el enemigo? Sus palabras habían rozado el sacrilegio. Era demasiado joven. Tal vez ni siquiera quince años. Así que incluso antes de que Ebadi hubiera intentado una respuesta, había tenido que perdonar al chico y dejar que se calmara y terminara sus hojas.

Le dijo al chico: "El cielo es sin duda una puerta cerrada para los cobardes".

"¿Seríamos cobardes entonces?"

"Lo seríamos. Porque auspiciar una bala es salida fácil".

"¿De dónde?"

"De todo".

"¿Todo?"

"Mira, no querrás correr ese riesgo y quedarte en el lado equivocado, ¿verdad? Dios lleva la cuenta. El hermano Samanpur no llegó donde está ahora por recibir una bala de gratis".

"¿Cómo sabes?"

"Yo lo sé.

Quizá debería haberle dicho más cosas al chico aquella noche. Las palabras vagas no ayudan mucho cuando tú estas tan hambriento como ellos.

Ahora tenía hambre y quería llegar al dormitorio. Caminó más deprisa hasta llegar a la siguiente parada de autobús. Entonces se quedó mirando cómo pasaban taxis y minibuses repletos de gente sin detenerse para subirlo. Tanteó una manzana a medio comer que llevaba en la mochila. Junto a ella también palpó sus 125 páginas de las 250 primeras de Moby Dick que la profesora les había hecho comprar en una fotocopiadora carísima de la ciudad. Esas 250 páginas le habían costado a Ebadi una pequeña fortuna, y si seguía en la clase, aún le quedarían muchas páginas por leer. ¿Por qué no podía haber elegido un libro más pequeño, o al menos uno que se pudiera encontrar de alguna manera en Teherán para no tener que pagar por las hojas copiadas?

Dio un mordisco a la fruta amarillenta. Un pequeño Renault blanco se detuvo ante él.

El coche se detuvo a cierta distancia. Salvo el conductor, que era una mujer, no había nadie más dentro. Esto confundió a Ebadi. Sin embargo, guardó la manzana en su mochila y se acercó al coche.

"Espero que no te sientas demasiado incómodo sentándote adelante conmigo". Había abierto la puerta del acompañante y le gritaba por encima del ruido del tráfico. "O puedes sentarte atrás e imaginar que te choferea una mujer".

La Srta. Foruzan, la profesora de Moby Dick. Entumeciéndose, Ebadi se subió al coche. Durante todo el semestre ella lo habrá visto parado aquí o esperando a que le dieran un aventón. ¿Por qué hoy? Volvió a recordar el día en que ella había pedido a aquel devoto escolar que leyera en inglés. Lo incómodo que se veía el tipo al salir de clase. Ahora ella estaba haciendo lo opuesto; de alguna manera debía de haberse dado cuenta de que él quería abandonar el curso y había decidido darle un aventón. Quizá sintió compasión por él.

"Gracias por detenerse. Voy a la ciudad, maestra."

"Sé adónde vas. ¿Adónde irías si no?" Giró ella hacia el carril de tráfico lento. Él contemplaba el manto blanco que cubría las montañas y se imaginaba toda aquella nieve fresca y buena acabando en el lago, más al norte de la carretera. Hacía unos meses había pasado por allí y había visto a unos hombres haciendo esquí acuático en el agua cristalina y dulce del lago. Verlo le había roto el corazón.

Estaban en la autopista, pero el tráfico no era más rápido que ir a rastras. En un minuto se toparon con un viejo vendedor cuyo carro había volcado junto a la carretera y sus humeantes remolachas suaves y gigantes habían salido rodando entre los coches en movimiento. Ebadi se preguntó cómo había llegado aquel hombre con su carro hasta el medio de la nada y qué haría ahora. Las remolachas estaban siendo aplastadas y salpicadas por el tráfico mientras su dueño miraba hacia otro lado. Quizá no tenía valor para ver lo que había perdido. Las remolachas, una vez aplastadas por los neumáticos, parecieron por un momento exactamente sangre. Ebadi se preguntó a qué olerían después.

Le preguntó ella: "¿De qué gritabas hoy afuera de la clase?".

Se sorprendió. En realidad no había estado gritando. Nunca gritaba. Había levantado un poco la voz, eso era todo.

"Sólo una pequeña discusión entre amigos", explicó.

Nunca antes había hablado con esa profesora. Sin embargo, probablemente porque no le quedaba otro remedio, ya estaba suavizando lo mejor que podía la incómoda situación en el coche, ella conduciendo y él dejándose llevar por la mujer cuyo curso pensaba abandonar. No tenía sentido explicarle que los supuestos amigos a los que gritaba eran los mismos que le habían echado la bronca a principios de semana por no acudir a las reuniones de veteranos de los jueves por la noche. Pero entonces sintió una puñalada de malicia por toda la pena que Moby Dick le había causado y continuó: "Querían saber por qué estudio inglés. Me preguntaban por qué estudio la lengua del diablo".

"¿Es eso lo que opinas?"

"Les dije que incluso el lenguaje del diablo necesita aprendizaje".

"¿Así que tú también crees que el inglés es la lengua del diablo?".

Eso era exactamente lo que quería que ella entendiera, aunque él mismo apenas lo creía. Pero ahora se había visto obligado a dar una respuesta directa a su pregunta. Si el inglés era la lengua del diablo, entonces todas las lenguas lo eran. La lengua no era más que otro código. Eso era lo que había intentado explicar a aquellos tipos que le acosaban por las clases que estaba tomando.

"¿Y bien?", insistió ella, pero él siguió sin contestar. Sólo le había echado un vistazo breve y claro mientras subía al coche y no volvió a mirarla. Al menos no llevaba el hiyab echado hacia atrás como sus alumnas, y cuando le hablabae ella, su voz era firme, más como si quisiera pelearse con él que ridiculizarlo. Sin embargo, hacía una hora, en clase, era él quien quería pelearse. Ahora ya no tenía ganas de pelear. Se preguntó por qué. No quería que pensara que era débil. Murmuró algo. Esta vez la voz de ella fue realmente combativa, preguntándole si siempre susurraba cuando hablaba con sus profesores.

"No voy a volver a su clase, maestra. Eso es lo que tengo que decirle".

"¿Lo has decidido hoy o el día que viniste al museo?".

Ebadi mantenía la vista en la carretera. Su cara era de madera y ahora se esforzaba por mantenerla así. Primero le había sorprendido parando el coche, luego le había hecho saber que había oído su discusión fuera de clase y ahora le decía que le había visto en el museo.

"No es un delito ir a un museo, maestra."

"No he dicho que lo fuera. Sólo me pregunto cuándo exactamente decidiste que no vendrías más a mi clase".

Eran como dos marionetas que se dirigen la una a la otra, pero con la mirada fija en un público imaginario. Sin embargo, su único público era una fila de tráfico lento. ¿Por qué pensaría ella que la razón por la que él había decidido no venir más a clase era el museo? Había sido ella misma quien les había hablado de la nueva exposición sobre la fotografía de la guerra. Una de las mejores sugerencias que había tenido hasta el momento. O eso le había parecido al principio. Recordó sus palabras exactas, diciéndoles a los estudiantes que se debían a sí mismos venir a ver cómo la gente había luchado, muerto y sobrevivido a la guerra. Les había dicho que estaba segura de que iba a ser una de las muestras más importantes del año y, cuando un par de sus alumnos más consentidos pensaron que estaba bromeando, les hizo callar y les dijo que si querían entender a Melville, si querían entender de verdad a Hemingway o parte de la poesía británica de principios del siglo XX que habían leído al principio del semestre, tenían que ir a ver esta muestra.

Así que había ido allí. Sólo por curiosidad. Porque sabía que no había fotógrafo en el mundo que pudiera captar jamás lo que él sabía y lo que el chico había sabido. ¿Cómo podría explicar 2319 a nadie? Había ido porque sus palabras le habían incitado a ir. Pero cuando llegó allí y vio todos aquellos centenares de fotografías serpenteando por el museo en espiral, sintió un vacío absoluto. Nunca desde que había vuelto a casa se había sentido tan distante de la guerra. Eso no era necesariamente malo, pero le hacía sentirse un impostor en aquel momento. O él era un impostor o eran las fotografías las que eran falsas. Había pasado todo el espectáculo sin cruzarse con ninguno de los alumnos de aquella clase. Pero había visto a la profesora Foruzan. No había estado sola. Debía de haber otras seis personas con ella, hombres y mujeres, todos ellos claramente extranjeros. Parecía que los estaba guiando por la muestra y haciéndose indispensable. La había visto sonreír como nunca sonreía en el campus. La había visto hacerse querer por aquella gente. ¿Qué podía saber ella de aquellas fotografías de guerra? ¿Quién era ella para darle a alguien una visita guiada sobre el tema? Ebadi había salido del lugar pensando que ella no lo había visto. Pero era evidente que sí. Y, de algún modo, el hecho de verlo le daba ahora una ventaja; aplacaba su enfado por las fotografías y le hacía preguntarse de nuevo por qué quería abandonar su clase.

Manteniendo la cabeza hacia el tráfico, dijo él: "Con el debido respeto, maestra, no veo cómo los de su tipo podrían saber algo sobre la guerra".

Como él no la miraba y ella hacía lo mismo, daba la sensación de que no eran sólo dos marionetas, sino marionetas que hablaban a través de una especie de barrera o cortina. De hecho, esto facilitaba las cosas. Ebadi sintió cierto alivio. Le gustaba seguir las luces traseras del tráfico que circulaba por delante. Esperó su respuesta.

"¿Quién es de mi tipo?", preguntó.

"No estaba allí, ¿verdad? Estaba en Estados unidos obteniendo sus grados académicos".

"¿Así que no puedo tener interés en la guerra?"

"Claro que puede. Es sólo que... ese día en el museo se veía como que lo sabía todo".

"¿Usted, Sr. Ebadi, lo sabe todo?"

"Conozco mi parte".

"¿Estuviste en la guerra?"

Asintió con la cabeza.

"Dime".

"No soy guía de turistas, maestra."

En cuanto dijo eso, empezó a contarle todo sobre 2319. Empezó diciendo simplemente esos números, 2-3-1-9. Cuando ella le preguntó qué era eso, él le dijo que eso había sido una colina en el Kurdistán y que las dos colinas que la rodeaban podrían haber sido la 2320 y la 2318, pero no necesariamente, no. No miró ni una sola vez a la profesora Foruzan, pero le habló del niño que lloraba y lloraba, y de cómo hacia el final lloraba incluso dormido y lloraba cuando se despertaba y preguntaba por su madre. Le contó cómo el hermano Samanpur le había puesto a cargo del agua y cómo otro de los chicos más jóvenes le seguía cuando llegaba la hora del agua con la esperanza de que se derramaran las cinco gotas de agua que utilizaba para mojar los labios de los heridos. Le contó cómo había salvado su brazo después de que se reabriera el corte. Él mismo había pescado la vena, dijo, y luego había hecho que el chico se la atara con el cordón de sus cuentas de oración. Cuando ella le preguntó cómo era posible, él respondió que todo era posible cuando era necesario. Una vena era flexible, dijo. Se lo habían enseñado en el curso de primeros auxilios de la base militar de Sanandaj. Así que había controlado la infección siendo ingenioso. Todos los días limpiaba la herida, luego hacía que el niño arrancara un trozo de venda hasta que se quedaron sin vendas y tuvieron que recurrir a la propia camiseta interior de Ebadi, que habían lavado y dejado secar. Continuó hablando de las hojas de parra. Y sobre el día en que había notado su mano cubierta de esas enormes moscas verdosas del Kurdistán. Al parecer, algunos de los huevos puestos habían rezumado por debajo de la tela ensangrentada hasta la herida. Después había pasado el tiempo sacándolos delicadamente con un fino trozo de palo mientras esperaba a que el chico se armara de valor y le aplicara un paño nuevo. Le contó todo lo que le había dicho al chico sobre la paciencia, aunque al final no había servido de nada, porque el día once, cuando lo despertó otro pelotón enviado para retomar y perder 2319, se había dado cuenta de que el chico no estaba por ninguna parte.

"¿Dónde estaba?", preguntó.

"En el arroyo, dijeron."

"¿Vivo?"

"No."

"¿Crees que hizo lo que le dijiste que no hiciera? ¿Salió para que le dispararan?"

"Puede que lo haya hecho. Era el día once. Los nuestros pudieron haberle disparado por error. Pero nunca quise preguntarles. Y nunca me lo dijeron. Tuve suerte de estar dormido o podrían haberme disparado a mí también".

"¿Dormir con todos esos disparos a tu alrededor?"

"Verá, maestra, usted no conoce la guerra. Después de un tiempo dormirá por cualquier cosa. Puede que incluso no duerma si no hay ruido."

Podía sentir que ella lo consideraba. Considerar todo lo que había dicho, de hecho. Tal vez se había quedado muda o estaba imaginando el milagro de un hombre salvando su propia mano con sus cuentas de oración. 

"Me quedé con las cuentas", dijo. 

"¿Y el niño?"

"¿Qué con él?"

"¿Cómo se llamaba?"

"No sé."

Podría haber mentido y haberle dicho cualquier nombre. ¿Pero eso no convertiría toda su historia en una mentira? Le había contado todo esto para dejar clara una cosa: ella no debería haber paseado a esos turistas extranjeros enseñándoles fotografías de guerra. En cierto modo, aquel niño también era ahora una fotografía más. Ebadi se había despertado un día sin recordar su nombre. ¿Cómo era posible? Cuando se curó la mano, fue a visitar a la familia del niño. Eran pequeños granjeros que vivían en el norte, donde abundaba el agua. Había comido su comida y dormido en su casa. Había visto llorar a la madre y al padre. También a los hermanos y hermanas. Los seis. Eran una familia de llorones. ¿Cómo podía volver ahora y preguntar el nombre del niño? Si el chico hubiera sido más paciente, o si él también hubiera estado durmiendo el día once, cuando los suyos retomaron 2319... 

"¿Cómo es posible que no sepas su nombre?", preguntó.

En ese momento debió de perder la atención. Se oyó un terrible bocinazo y el conductor de una furgoneta azul que pasaba por allí gritó algo sobre mujeres conductoras.

"Estas cosas pasan, maestra. Pero usted no lo entendería".

"Dame tu dirección", dijo ella.

"Déjame en cualquier lugar de la ciudad. Puedo tomar un autobús desde allí".

"Dame tu dirección".

Ebadi lo hizo.

"Entonces", dijo, "¿por qué quieres dejar mi clase?".

"Porque, maestra, el capitán Ahab me molesta".

"¿Oh?"

Le dio un sermón. Le dijo que hablando con acertijos no iba a ganarse su aprobación. Mantenía un tono uniforme al hablar. Mientras que en clase se mostraba siempre animada, ahora hablaba con una sombría expresión que a él le producía temor y lo hacía sordo al ruido del tráfico que les rodeaba. Volvió a quedarse inmóvil, escuchando atentamente mientras ella hablaba de que la literatura no estaba aquí para ser agradable, y el hecho de que el capitán Ahab le molestara era algo bueno. Ahab también le molestaba. Si no lo hiciera, probablemente no valdría tanto la pena leer el libro. Fue la obstinación de aquel hombre lo que había condenado a su barco. El lector lo veía venir, pero no podía hacer nada al respecto, excepto seguir leyendo.

"Lo siento", dijo entonces, "acabo de contarte cómo acaba el libro, pero aún no lo he copiado entero para la clase".

"Conozco el final, maestra. Todo el mundo lo sabe".

"¿Qué te parece?"

"No creo que el agua sea la muerte, como dijo usted la semana pasada. Es vida. Lo entendí en 2319".

"¿En dónde?"

"La colina".

"Ah", dijo ella. "¡La colina! Aún no has leído esta parte, pero ¿sabes quién es el único sobreviviente de la historia?".

"Ismael, por supuesto, el narrador. ¿De qué otra forma podría haber contado la historia?"

"¿Sabes cómo sobrevive al naufragio? Sobrevive agarrándose a un ataúd hecho para un muerto".

"¿Qué tiene que ver esto con el agua?", preguntó. 

"Tiene todo que ver. Ese ataúd estaba flotando en el agua".

Seguía sin estar de acuerdo. Volvió a murmurar algo. Y cuando ella le dijo que hablara más alto, él le dijo que el capitán Ahab había tenido deseos de morir.

"¿Y qué si los tenía?", replicó ella.

"A veces un hombre es puesto a prueba. Es la voluntad de Dios. Otras veces un hombre tienta al destino y debe perder".

"Sr. Ebadi, suena como si debiera subir al púlpito".

"No tenía sentido que Ahab fuera tras la ballena, maestra. Como tampoco tiene sentido hablar del asunto".

"Se podría decir lo mismo de todos los libros que leemos. Aquí estudiamos literatura, no matemáticas".

Sus palabras le hicieron reflexionar. Se quedó pensativo, sin decir nada. En la página dos de Moby Dick había una línea que en realidad le había gustado mucho - la meditación y el agua están unidas para siempre. Podía entenderlo. Estaba de acuerdo. Se le daba bien recordar frases. Antes de la guerra gozaba de respeto en el barrio, porque era conocido por saberse el libro sagrado de memoria. También era un buen recitador y se dio cuenta de que era su estudio del Libro lo que le había hecho tan hábil para aprender otro idioma. Aún aprendería más idiomas. El inglés no era suficiente. Y el inglés no era la lengua del diablo. Se preguntó cómo sonaría la lengua del diablo. De repente tuvo una sensación de calor que le hizo recogerse en sí mismo y ponerse cómodo.

La profesora Foruzan tenía algo de sabiduría, tenía que admitirlo. Ella le decía que notaba que estaba lleno de historias que compartir. Necesitaba a alguien con quien hablar, le dijo. Y mientras se adentraban en la ciudad y los vendedores de remolacha eran seguidos por vendedores ambulantes de flores, cigarrillos y plátanos en cada semáforo en rojo, Ebadi empezó a desear que el viaje no terminara. Se dio cuenta de que nunca antes en su vida le había llevado una mujer y nunca había sido el único pasajero de un coche. Jamás. Y la profesora Foruzan, apenas sin ver a un chico que vendía rosas y claveles, se preguntó en voz alta por qué ésta era una nación tan obsesionada con las flores. Ebadi tenía una respuesta preparada. Pero no habló. Le gustaron mucho las primeras páginas de Moby Dick. Pero sólo las primeras páginas. Y con un poco de práctica sabía que incluso sería capaz de recitar de memoria no sólo una frase aquí o allá, sino todo el primer capítulo. Deja que el más distraído de los hombres se sumerja en sus más profundos ensueños; pon a ese hombre sobre sus piernas, pon sus pies en movimiento, e infaliblemente te llevará al agua, si es que hay agua en toda esa región..."..

Imaginó a la profesora Foruzan con un par de ojos gigantescos observando todos sus movimientos durante aquellos días de 2319. Pensó que debía de vivir sola, pasando las tardes y las noches leyendo libros y cocinándose platos extraños y exóticos de lugares lejanos que él nunca llegaría a conocer. La veía dando largos paseos sola por los senderos de las montañas de Teherán. Desayunaba huevos con dátiles y bajaba la montaña a grandes zancadas, siempre reservada, enviando de vez en cuando cartas a viejos amigos de la universidad en Estados Unidos o Europa, escribiendo un poema de vez en cuando. La vio pasar por el museo y volver a ver aquellas fotos de la guerra, pensando en él esta vez.

En algún momento salió de su coche y consiguió despedirse y dar las gracias, pero su imaginación seguía sin detenerse. Aquella noche sus compañeros de piso no volvieron hasta tarde y Ebadi se tumbó en su cama hambriento, viendo de nuevo los ojos de la profesora Foruzan que no le perdían de vista mientras se echaba unas gotas de agua en los labios de sus heridos. La veía viéndole siempre y en todas partes. Y entonces Ebadi enfermó. Tuvo fiebre. No salió de la cama el resto de la semana y tuvo suerte de que uno de sus compañeros de habitación se apiadara de él y le llevara pan y queso y le diera una taza de sopa todos los días. La fiebre le estimulaba. Le hacía imaginar que podía volar. Y soñó que la profesora Foruzan creía que se había ahogado en el lago donde aquellos hombres habían hecho esquí acuático antes. Soñó que su muerte le había roto el corazón y que ella había pedido a la clase que prestara mucha atención porque hoy iba a contarles algo sobre el agua y sobre un lugar llamado 2319. Miles y miles de hombres mortales fijados en ensueños oceánicos. La clase leería Moby Dick de manera diferente a partir de entonces.

Cuando mejoró, hizo lo que se había prometido a sí mismo que haría y empezó a memorizar todo el primer capítulo. Algunos párrafos los tomó por tonterías y se dio por vencido. Otros no lo interpelaron. Sin embargo, otros sí: Pensé en navegar un poco y ver la parte acuática del mundo. Vio al narrador Ismael agarrándose a un ataúd para seguir vivo. Y volvió a ver al niño muerto en aquel arroyo del Kurdistán. Excepto que él mismo nunca había visto al niño muerto. El equipo de rescate sólo se lo había contado. Tenían prisa y no pudieron recoger al niño. Él les había preguntado si habían visto a un chico, de unos 14 o 15 años, y ellos dijeron que sí, que lo habían encontrado en el arroyo, muerto hacía poco. Pero tuvieron que ir en dirección contraria al arroyo y no pudieron levantarlo. Ebadi estaba demasiado débil para caminar solo. Eso fue todo. No había vuelto a ver al chico y por eso no podía imaginar que la profesora Foruzan lo viera mirar al chico.

En la retaguardia, las enfermeras habían sido especialmente amables con él. Había llamado a casa y hablado con su padre, que le había dicho que sacrificaría un cordero por su regreso sano y salvo. Luego los médicos le habían dicho que su muñeca era un milagro y que Ebadi debía sentirse agradecido el resto de su vida.

Ebadi estaba agradecido al compañero que le traía la comida, un chico de 20 años que había sido aceptado en el programa de Economía y odiaba la asignatura. El viernes, cuando el chico le trajo el último plato de sopa y pan, Ebadi le preguntó cómo podía recompensarle.

"La próxima vez que practique mis pasos de baile aquí, debes quedarte y mirar en lugar de maldecir en voz baja y salir furioso".

"Me quedaré y atenderé. Gracias".

Al día siguiente, sábado, era el comienzo de la semana y Ebadi estaba de vuelta en la escuela, con la cara delgada y demasiado débil para llevar su mochila con todas las páginas de su copia de Moby Dick. Se sentó en la clase de la profesora Foruzan y se dio cuenta de que estaba hablando de partes del libro que él aún no había leído. Cuando miró a su alrededor, también se dio cuenta de que los demás alumnos habían añadido más páginas a sus ejemplares desde la semana pasada. La profesora Foruzan habló de la blancura de la ballena y de la América del siglo XIX. Al final de la clase, Ebadi se quedó un rato sentado, pero luego se desanimó y empezó a levantarse cuando los últimos alumnos iban saliendo.

"Sr. Ebadi, espere aquí un minuto."

Él esperó.

Siempre tenía que recoger muchos libros y papeles al final de la clase. Se preguntaba cuántos libros tendría. ¿Dónde estaba su casa? ¿Escribía o no poesía? Si lo hacía, ¿en qué idioma?

Se puso frente a él. "Me preocupaba que abandonara mi clase, Sr. Ebadi".

"Estaba muy enfermo, maestra. Pero estaba leyendo el libro".

Ella asintió. "Me alegro. Me alegro". Luego empezó a irse. Se había preparado para este momento. Lo había practicado como si estuviera memorizando una parte de Moby Dick o del libro sagrado. Le preguntaría si quería casarse con él. Ella le preguntaría qué le hacía pensar que no estaba ya casada. Él decía que la gente hablaba. Ella diría que no, que no se casaría con él. Él no preguntaría por qué no ni insistiría de ninguna manera. Era mucho para él incluso preguntar tanto. Ella se volvía en el último segundo y le preguntaba si eso significaba que ahora iba a dejar su clase y él le decía que no, que se quedaría. Entonces ella le preguntaría si había conseguido recordar el nombre del chico. Y él decía algo que era inteligente y que sólo tenía sentido para ellos dos y para nadie más en el mundo: se llamaba Agua, se llamaba 2319, llámale Ismael si quieres...

La profesora Foruzan se volvió hacia él como si estuviera a punto de preguntarle si necesitaba que le llevara otra vez. Se miraron el uno al otro.

"¿Se casaría conmigo, maestra Foruzan?"

"No. Por supuesto que no." 

Hubo una pausa y luego preguntó: "¿Significa que ahora dejarás mi clase?".

"No, maestra. Me quedaré".

 

Salar Abdoh es un novelista, ensayista y traductor iraní que divide su tiempo entre Nueva York y Teherán. Es autor de las novelas Poet game (2000), Opium (2004), Tehran at twilight (2014), y Out of Mesopotamia (2020) y editor de la colección de relatos cortos Tehran noir (2014). Su última novela A nearby country called love, publicada el año pasado por Viking, fue descrita por el New York Times como "un complejo retrato de las relaciones interpersonales en el Irán contemporáneo". Salar Abdoh también imparte clases en el programa de posgrado de Escritura Creativa del City College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

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1 comentario

  1. Me encanta la escritura de Salar Abdoh. Aunque los temas de la guerra son pesados, su prosa me deja una sensación de asombro y me hace sentir más vivo.

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