"Mi madre es un árbol", relato de Aliyeh Ataei

2 de julio, 2023 - ,
Una joven que creció junto a las fronteras de Irán y Afganistán va quitando capas, explorándose a sí misma como escritora.

 

Aliyeh Ataei

Traducido del persa al inglés por Siavash Saadlou


Y cuando hagas tus maletas,
Nada es más ligero que el amor.-Abdellatif Laabi

 


 

Los estorninos vuelan en bandadas. Cuando migran en otoño, forman curvas cautivadoras y arcos sobrecogedores en el cielo. Si alguna vez los ve en la época de la migración, verá un vuelo negro de pájaros produciendo sublimes imágenes en el cielo, su movimiento no difiere del trazo de un pincel. Los estorninos siguen los patrones de la naturaleza, y hasta ahora nadie sabe qué tipo de coordinación conjura sus hermosos lienzos en el cielo. ¿Hay, por ejemplo, un estornino guiando el camino, o tan suprema disciplina sucede por sí sola? Parece que los estorninos son las criaturas más encantadoramente desarraigadas cuando se trata de migrar.

 

"No eres un árbol clavado en la tierra", solía decir mi padre. "Vuela a América y luego haz lo que te dé la gana".

No fui a Estados Unidos, pero estoy en París. Sigue la historia desde aquí: He traído conmigo algunos objetos pequeños y busco objetos que otras personas han metido en sus maletas y mochilas antes de salir de su país. Hoy pienso que mi padre tiraba doble al compararme con un pájaro libre. A la vez que hablaba despreocupado de que yo no era un árbol, nunca se le ocurrió que estaba sembrando en mi cabeza la idea de ser una "desarraigada". No escribo esto como alguien molesto y alejado de su hogar; ya habrán notado que nunca guardamos rencor a aquellos seres queridos que ya no están en este mundo.

Cuando abrí mi maleta, me di cuenta de que cada objeto del que podría haber prescindido tenía detrás algún tipo de historia de amor. Mi padre seguramente no tenía ni idea de las pruebas y tribulaciones que tendría que llevar en mis alas, demasiadas como para querer aligerar mi engorrosa maleta desechando algunos objetos diminutos. Mi fatigosa maleta se hizo soportable gracias a pequeños objetos inesenciales, y descubrí que otras maletas sopesadas en el aeropuerto también debían de albergar en su interior pequeñas piezas que representan lo etéreo de la existencia. Por ello, me gustaría invitarles a leer sobre el amor en las siguientes viñetas. El amor no siempre presagia nada bueno ni acaba bien, así que le aviso de antemano de que aquí no hay historias de amor a lo Bollywood. Los seres humanos llevamos el amor con nosotros, a veces como una cicatriz, otras como una marca de estigma en la frente. Así pues, vengan las historias de esas personas que están lejos de nosotros y, sin embargo, tan cerca. Su lejanía se basa en la geografía y su cercanía queda plasmada en los pequeños trozos que guardamos en nuestras maletas y nos devuelven la felicidad.

 


 

Paraguas: La familia filipina vive en los suburbios de París, no donde hay una población predominantemente musulmana, sino en un barrio reservado a los asiáticos orientales del distrito noreste. Como la hija mayor de la familia estaba amenazada por el padre, la madre y sus dos hijas, de 15 y 10 años, huyeron de Filipinas. En efecto, la familia no ha traído nada consigo, salvo un paraguas que está al cuidado de la hija mayor.

El apartamento consta de unos 430 pies cuadrados y está situado en la quinta planta de un edificio de mala muerte cuya fachada me sorprende cuando la comparo con otras casas francesas. Parece como si se tratara del suburbio de Pakdasht[1 ], donde se juntan materiales baratos y chillones para inventarse una supuesta "casa". Apenas con un pie adentro, me repugna el hedor que sale de los desagües; me digo: este es tu París. Cuando se abre la puerta, es como si hubiera puesto un pie en un mercado local. Una cesta de paja y un cesto de plástico multicolor cuelgan del techo del pasillo de la entrada. La sala se ilumina con unas cuantas luces parpadeantes como las que se encuentran en una cantina barata. Los muebles están desvencijados pero sin mugre, con una mesa en forma de rombo donde se posan velas cortas y altas, como si aquello fuera una saqqakhana[2 ] o un diminuto mihrab[3]. La madre de familia, regordeta y agradable, me coge de la mano nada más entro y me lleva a la habitación de las niñas como si intentara convencer a una trabajadora social de la oficina de inmigración de que todo va de maravilla.

La habitación de las niñas tiene un aura de pompa y esplendor de oropel, pero eso también ha costado trabajo. Las sábanas rosas y rojas han sido lavadas con tanto ahínco que el olor a detergente flota en el aire, como si hubieran tendido las camas dos minutos antes. De buenas a primeras, hago mi pregunta: "¿Qué ha traído con usted?"

"Un paraguas", responde la hija menor.

"Fui yo quien la trajo", aclara su hermana mayor.

El paraguas está junto a la lámpara, en un pequeño escritorio flanqueado por las camas de las niñas; es un anodino paraguas de plástico sin colores, dibujos ni características especiales: una bolsa de plástico incolora con un mango de plástico gris. La madre dice que su marido quiso vender a su hija a un alemán cuando tenía once años. No sé si me equivoco, pero pienso para mis adentros que alguien de Alemania no querría, en principio, comprar a una niña. No me corresponde a mí comprobar la veracidad de la información; al fin y al cabo, Francia estuvo de acuerdo en que la niña corría peligro. La hija menor insiste en que el paraguas también le pertenece, y la mayor, con la angustia arquetípica de una quinceañera, replica que su padre "lo compró para mí".

Bajo la luz de la pantalla de la lámpara, el paraguas parece una bóveda vidriosa y opaca que no ha sido inmune al fango de la lluvia. Está cubierto de manchas amarillas por todas partes, manchas que se acentúan bajo la luz de la lámpara. Pido permiso para tomar el paraguas. La hija pequeña señala el mango para indicarme que está roto y que no lo toque. Se pone delante como una guardiana. No toco el paraguas, por supuesto. Grabo el resto de la historia en un archivo de voz. Cuando salgo del edificio, miro hacia arriba y veo a la hija menor sosteniendo el paraguas por encima de la cabeza, de pie junto a la ventana. Hace girar el mango, lo sostiene por encima de la cabeza y mira hacia la ventana; es como si hiciera bailar al paraguas y bailara con él al mismo tiempo. Resulta que el mango no está roto. La saludo con la mano desde donde estoy y le mando un beso. Ella aprieta la cara contra la ventana y saca la lengua. Un paraguas es lo que queda del amor paternal de un hombre empeñado en vender a su propia hija, y las chicas saben llevarlo consigo como una marca de estigma, al tiempo que les encanta. No pierdo la calma al ver a la chica haciendo gestos. Éste también es uno de los distintivos del amor: sólo conoces el poder que hay detrás del objeto que te queda y te niegas a compartirlo con nadie más.

 


 

Los estorninos son ligeros y de espíritu libre. Para elevarse, primero levantan las garras del suelo y luego despliegan las alas. En esto se distinguen de todas las demás aves. Pero, al igual que los humanos, despliegan sus alas invisibles cuando se alejan de un lugar. La regla de oro entre estas aves es que viajan ligeras y sin cargas. No hay noticias de que los estorninos hayan cogido un trozo de su nido de verano en Estocolmo y lo hayan trasladado a Sudamérica. Exactamente al contrario que los humanos. De diversas maneras agarramos trozos de nosotros mismos bajo el brazo antes de ponernos en camino.

 

Broche: Una mujer de Nigeria tiene un broche y SIDA. En efecto, es seropositiva y tiene un bebé en su vientre que ya debería haber nacido. El bebé es una niña, y el enamorado de la mujer va a darle el broche a la niña que está dentro de su barriga, un enamorado que acompañó a la mujer a medio camino de su huida.

La mujer jura que su hermano y su amigo son miembros de Boko Haram y que tenían planes de matarla luego de violarla. Consiguió huir con un hombre que se le unió. Ambos llegaron a Europa, primero a Italia y finalmente a la costa occidental de Francia, donde consiguieron entrada en los campos de refugiados. La mujer está embarazada y las pruebas preliminares han confirmado que es seropositiva. La visito en un hospital especial para refugiados.

Lleva un broche dorado que se ha desportillado en algunos lugares, con hierro barato visible debajo. En el pasador del broche hay tres guirnaldas en forma de círculo con filas alternas de coloridos camafeos falsos. El broche no se engancha bien y el fierro es pesado, tanto que cuelga la esquina de la chaqueta de la mujer. Ella señala el broche y dice que pertenece a su abuela; el broche es todo lo que se llevó la noche que huyó a la República del Chad, y ahora le preocupa constantemente que se le caiga. Mientras hablamos, se quita el broche y lo guarda en el bolsillo de su enamorado. Debe de tener miedo una vez más de que se le caiga el broche.

"¿El hombre también es seropositivo?". le pregunto al agente de seguros.

"Todavía no", dice. "No está claro cuándo contrajo exactamente el virus la mujer".

No hace más comentarios. No tengo ni idea de qué será del bebé, pero la mujer podría dar a luz cualquier día de estos. Apenas puede sentarse o levantarse. Dice que el broche traerá buena suerte a su hija.

Miro el bolsillo del hombre, sus manos entrelazadas, la suerte que ha tenido esta chica de 24 años con el broche: violación y sida; Boko Haram; su hermano; que el médico diga que no todos los seropositivos están necesariamente infectados de sida y que, sin embargo, deben pecar de precavidos; las habitaciones separadas de la pareja en el campamento... El amor, para esta mujer, es un broche, y ¿quién sino ella sabe muy bien que en realidad no ha tenido ni un ápice de suerte en este mundo?

 


 

Los estorninos son hermosos desde lejos y, en las fotos ampliadas, sus cuerpos parecen heridos por todas partes. Los ornitólogos sugieren que, cuando vuelan en grupo, muchos estorninos se alcanzan unos a otros con el pico al punto de que la gravedad de las heridas los mata y sus cadáveres caen al suelo. Con parvadas de miles de ejemplares, nadie se preocupa por un centenar de estorninos que yacen sin aliento sobre las aguas y los secarrales.

 

Azucarero: Esta familia afgana vive en La Chapelle. Les va bien: llevan diez años viviendo en Francia, los niños han aprendido el idioma en la escuela y el padre trabaja en una empresa de servicios públicos. Dicen que vinieron a Francia durante la época de la República de Afganistán[4] porque tenían muy claro que los estadounidenses no tenían interés en el bienestar de la gente.

"¿Y los europeos sí?", pregunto.

"En su país te lo dan todo, pero no en Afganistán", dice el hombre de la familia.

Cuando hago mi pregunta de siempre, la mujer saca inmediatamente un azucarero de los cajones de madera de la estantería que tiene por encima de la cabeza. El gesto del hombre me dice que aquello no le ha caído bien.

La mujer dice que tiene el azucarero de su hermana esposa[5], una mujer muy buena que solía cuidar de sus hijos en Afganistán. Dice que su marido recogió el azucarero justo antes de marcharse, que es muy apreciado y tiene un lugar especial en sus corazones.

Es un azucarero de los que he visto muchas veces: es indio, se utiliza sobre todo para guardar las especias. Este azucarero está hecho de madera y es de color verde oscuro. En la superficie hay un grabado de una diosa hindú que no alcanzo a reconocer. Blande dos espadas cruzadas. El grabado está bañado en oro y sombreado con color naranja. El azucarero contiene unas cuantas pasas.

"Toma unas", dice la mujer. "Son de la tierra natal".

Los afganos han traído su tierra a La Chapelle, todo tipo de especias hasta arroz, pasando por frutos secos, cannabis y opio. La mujer está preparando té verde, se me olvidó que su "té" por descontado es verde; debí haber aclarado que me interesaba el té negro. Como con otras decenas de lapsus de la memoria, también me perdono por éste.

Antes de que siquiera nos hayamos bebido el té, el hombre recoge el azucarero de la mesa y lo guarda. La mayoría de las personas que he conocido hasta ahora han hecho lo mismo con su recuerdo, y desde que llegué a París, rara vez pregunto a la gente el porqué de las cosas; qué importa si el hombre sigue amando a la otra mujer o no. ¿Qué más da saber por qué la otra mujer y sus hijos no han llegado a París? Ahora entiendo que la gente puede separarse por todo tipo de razones, y no quedan más curiosidades que las pequeñísimas piezas que sirven de recuerdo a la felicidad. Intento prestar atención a los detalles: el leve temblor de las manos del hombre cuando coloca la tapa de madera en el azucarero, las pasas que elige delante del invitado, la mirada que roba, y la pena que no sé dónde pesa, en el corazón de la mujer o en el del hombre.

Aunque sea por pura venganza, las mujeres saben cómo actuar amables, y los hombres sencillamente están indefensos ante este juego mujeril. No continúo la discusión. Conservo el dichoso resabio de beber té y comer pasas y tomo nota mental de este momento.

 


 

Patín del Diablo: La joven iraní tiene diecisiete años y estaba a punto de terminar el curso preuniversitario en su país. Ha estudiado música en la escuela de formación profesional y ahora vive con su tía en París tras haber pasado una temporada en la prisión de Evin. Ha solicitado asilo. No se sabe cómo va a evolucionar su caso, pero parece que espera que fracase para que pueda volver a Irán. Cuando habla de la avenida Valiasr -en la intersección de Abbas Abaad- es como si hablara de un lugar del que no sé nada. Dice que la detuvieron allí y que pasó doce días incomunicada antes de que la pusieran en libertad bajo fianza, momento en el que viajó por tierra a Turquía.

Tiene el patín eléctrico desde los cinco años, regalo de su tío materno, que murió cinco años después en un accidente de tráfico. Nos reunimos en una cafetería y su tía me enseña una foto del patín. "Cogió una mochila y metió esto dentro", dice la tía a manera de reproche.

La chica ha traído uno solo de un par de zapatos para patinar y dice, mientras porta una sonrisa encantadora: "Volveré a Irán y traeré el otro también".

"Ni lo pienses", replica su tía.

La chica me guiña un ojo. "Mi tío me enseñó a andar en el patín", relata. "Cada vez que me caía, me decía: 'Levántate; no tengas miedo'. Por eso es que soy valiente".

"¿Finalmente aprendiste a manejarlo?", pregunto. "Mi hijo me agotó con el suyo y al final dejé de intentarlo de todas formas".

"Sí, siempre ando en el patín", dice señalando el artefacto eléctrico al otro lado de la calle. "Mi tío sabía que el patín me sería útil algún día. Sabía todo".

"¿Qué más sabía?", le pregunto.

Hace una pausa. "Simplemente sabía las cosas. Si hubiera tenido mi patín conmigo aquel día en Teherán, no habría acabado detenida. Todas las chicas de Teherán necesitan un patín; no importa si los chicos no aprenden a manejar uno".

La tía me enseña en su teléfono una foto del patín de la niña . Es un modelo chino, copia de una marca famosa, blanco y rosa, los rasgos de los pequeños pies de la niña delatan su intención de conducir rápido. Cuando amplío la foto, las ruedas desgastadas me dicen que sabe lo que hace.

 


 

Cuando los estorninos llegan a algún lugar, permanecen escondidos durante un tiempo y evitan volar en parvadas. Al parecer, se aseguran el sustento en grupos más pequeños. Entre un vuelo y el siguiente, los estorninos permanecen agazapados; fotógrafos y cazadores no pueden atraparlos. Imagino que probablemente se curan las heridas unos a otros durante el descanso.

 

Chocolate: Mary es una querida amiga de Guinea. Nos hicimos amigas en un salón de belleza, gracias a un encuentro fortuito, y estrechamos lazos con el paso del tiempo. Mary es la única persona que conoce la historia de mis objetos y es uno de esos estorninos que pueden ser fuente de solaz para los demás. Nos sentamos durante horas, hablando de todo y de nada en un revoltijo de inglés y francés . Mary no reacciona con sorpresa al verme llorar por mi amor después de todos estos años. Ella sabe más que decir: " ¿Estás loca? Olvídalo.

Sufrió mutilación genital a los seis años en el pueblo de su padre y la casaron cuando era demasiado joven. Tiene un hijo de nueve años que sigue en Guinea. Su vecina, que había presenciado la difícil situación de la joven Mary, la ayudó a huir. Cuando Mary escapaba, el marido de la vecina le puso un chocolate en el bolsillo, diciéndole que lo guardara para su hijo y que tuviera la seguridad de que ambos se reunirían algún día.

El chocolate está en el bolsillo de en medio de la bolsa de Mary: un pequeño bombón de cacao cuadrado de dos por dos centímetros envuelto en una funda de plástico transparente, con una brillante etiqueta roja alrededor. "Delicioso y sabroso", reza la etiqueta. Probablemente sea un chocolate de la región de la que viene Mary. Me recuerda a los chocolates Minoo que solían venderse a granel en el Irán de los años ochenta, y una vez que tengo el chocolate en las manos, noto que es duro como una piedra.

Han pasado cinco años desde la huida de Mary, y el chocolate ha palidecido un poco por las esquinas. Tras someterse a terapia por su infancia llena de cicatrices, Mary tiene ahora una hija de cuatro años de un hombre del que está enamorada. Su piel tiene un hermoso tono oscuro y es la fuente de luz que más me ilumina estos días. Ansío ver al niño que lleva cinco años sin ver a su madre; el niño que, como dice la propia Mary, "no será, Dios quiera, como su padre".

La pena de amor del chocolate de Mary ha provocado que cada vez que veo a unos niños comprando o comiendo un chocolate, me imagine el día que, junto con Mary, estemos comprando el chocolate más delicioso de todo París para su hijo de pelo rizado, mientras el otro chocolate permanece en el bolso de Mary como recuerdo de la noche que escapó, historia por completo distinta.

 


 

Perfume: "Las mujeres de Marruecos huyen del país por amor". Me lo dijo una mujer marroquí miembro del Harratin[6 ] que en estos días trabaja de forma bastante diligente en Francia. Por lo que sé de la situación de las mujeres en Marruecos, habría muchas razones aparte del amor para que quisieran huir de su país, pero esta mujer demasiado entusiasta con la que me encontré cara a cara durante una reunión de trabajo subrayó que "cuando el amor es haram[7], eso significa que todo es haram: el pan y el agua, incluso respirar".

De un pequeño bolso de cordón sacó un tubo pequeño, fino y vidrioso, que parecía una muestra de alguna fragancia. En el fondo se veía una pizca de un líquido rojo. "Me gustas", dijo con una sonrisa mientras lo destapaba, "por eso lo abro; si no, el perfume dura poco y se acabará".

El penetrante olor de un perfume que no pude identificar colmó mi nariz, momento en el que eché un vistazo al estuche del tubo, donde no había ninguna marca registrada. Era como si estuviera comprando una de esas muestras de fragancias de calidad inferior en una feria, pero este perfume en concreto encapsulaba una historia romántica para una mujer que, según sus propias palabras, creía que incluso hablar de la propia historia era "haram".

Pensé para mis adentros: qué más da en qué parte del mundo o bajo qué circunstancias, esta mujer tiene razón: siempre que hablar de amor es haram, significa que todo es haram. La mujer dice que redimirá su amor, y luego el amor de todas las mujeres de Marruecos. Esto me recordó una cita de Maya Angelou: "Cada vez que una mujer se defiende a sí misma, sin que pueda saberlo, sin atribuírselo, defiende a todas las mujeres".

Le deseé lo mejor. Volví a casa con una fragancia que no se me iba de la cabeza y una peste a venganza.

 


 

A pesar de todos los descubrimientos sobre la migración masiva de los estorninos, no debemos ignorar la individualidad de este pájaro: uno que tiene por hogar al cielo, volará sobre tu cadáver sin ninguna aprensión.

 

Como cualquier otro día, me siento ante la computadora portátil para dejar constancia de todo. Como cualquier otro día, he ordenado mi escritorio y lo he limpiado con un paño. Como cualquier otro día, estoy preparando té, asegurándome obsesiva de que sabrá como siempre.

Pensé en mi casa de Teherán. En la cortina que nunca coloqué bien, en los cojines que había comprado con tremenda meticulosidad en el gran bazar de Teherán y que nunca conseguí colocar en el sofá; en el fregadero de la cocina que no llegué a limpiar, en las puertas y paredes y en las ventanas iluminadas, y en la fatalidad que acabó por alejarme de ese mismo hogar. Una vez ahogada en la oscura poza de mi mente, repasé los pequeños objetos luminosos que había colocado alrededor del nuevo apartamento, y de nuevo vi algo de luz, vi amor, sintiéndolo inconmensurable, etéreo, en cada célula de mi cuerpo. Respiré... cada vez más rápido respiraba.

Pensé en lo que de verdad hacen los estorninos para curar sus heridas. ¿Cómo se recuperan de las graves heridas de sus alas tras caer en un bosque tropical, con el cuerpo cada vez más ensangrentado por los dientes de sierra de las ramas y el filo de las orillas de las hojas? No sabría decirlo. Respiraba cada vez más rápido, reflexionando sobre mi vida hasta el momento presente, y llegué a mi madre, mi madre que sigue sentada en su casa, mi madre que es un árbol.

 

[1] Ciudad del distrito central del condado de Pakdasht, provincia de Teherán, Irán.
[2 ] La palabra persa saqqakhana hace referencia a una fuente pública de agua que conmemora a los mártires chiíes a los que se privó de agua durante la batalla de Karbala (680 d.C.). Fue en Karbala donde el Imam Husain fue asesinado a manos de Yazid, el gobernante suní.
[3] Nicho en el muro de una mezquita, en el punto más cercano a La Meca, hacia el que se dirige la congregación para rezar.
[4 ] República de Afganistán, también conocida como República de Daoud, fue creada en julio de 1973 y se desintegró en abril de 1978.
[5 ] (En una sociedad polígama) cualquiera de las mujeres casadas con el mismo hombre.
[6 ] Grupo étnico del oeste del Sahel y el suroeste del Magreb. Los harratines son cultural y étnicamente distintos de los africanos subsaharianos modernos y hablan dialectos árabes magrebíes, así como varias lenguas bereberes. Tradicionalmente se les ha considerado descendientes de antiguos esclavos subsaharianos.
[7] Significa "prohibido" en el Islam.

Aliyeh Ataei es una escritora y guionista irano-afgana cuyos libros han ganado importantes premios literarios, entre ellos el Mehregan-e-Adab a la mejor novela. Nació en 1981 en Irán y creció en Darmian, una región fronteriza situada entre la provincia iraní de Jorasán del Sur y la afgana de Farah. Ataei era una habitante de frontera, con una parte de su familia viviendo en Irán y la otra en Afganistán. Reconocida como una firme defensora de los derechos de la mujer, Ataei ha sido profundamente influida por los relatos personales de su infancia como una minoría femenina en Irán que su obra aborda temas como la identidad y la vida del emigrante. Terminó el bachillerato en Birjand y se marchó a la capital para continuar sus estudios en la Universidad de Arte de Teherán, donde obtuvo una licenciatura y un posgrado en escritura de guiones. Los relatos y ensayos de Ataei han sido traducidos y publicados en numerosas revistas estadounidenses y francesas, como Guernica, Words Without Borders, Michigan Quarterly Review, Adi Magazine y Kenyon Review. Su colección de ensayos personales, titulada Kursorkhi en persa, fue publicada por Gallimard en abril de 2023 como La Frontière des Oubliés.

Siavash Saadlou es un escritor nominado al Premio Pushcart cuyos relatos y ensayos han aparecido en Plenitude Magazine, Southeast Review y Minor Literature[s], entre otras revistas. Sus poemas han sido antologados en Odes to Our Undoing (Risk Press) y Essential Voices: Poetry of Iran and Its Diaspora (Green Linden Press). Ha ganado la edición número 55 del Premio Cole Swensen en traducción.

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