Ricos y pobres-ficción de Farah Ahamed

2 de julio, 2023 -

Me van a escuchar. ¿Quiénes se creen que son, alimentando a los cuervos con pollo de KFC?

 

Farah Ahamed

 

Los ricos no tienen ni idea de lo que es ser pobre.

Cuando eres pobre, estás acostumbrado a que la gente caiga muerta como moscas y a gastarte la mitad de tu sueldo en funerales cada mes. Ser pobre significa que morirás joven, porque si estás enfermo, no tendrás un coche que te lleve al hospital. Si por suerte llegas en camión, tendrás que sentarte en el frío suelo del pasillo del hospital y esperar durante horas. Cuando por fin te atienda la enfermera, no habrá ni cama, ni medicinas, ni médico. Si sobrevives, tu bebé podría morir. Si te golpeas el pecho y lloras, todos dirán que fue la voluntad de Dios, y si Él se llevó a tu hijo, quizá algún día te dé la oportunidad de cambiar tu destino y saber lo que es vivir como los ricos.

Los ricos se dan el lujo de llorar. Hacen un escándalo por cada muerte como si no fuera un hecho cotidiano. Por ejemplo, la señora Farida y el señor Abdul. Llevo doce años trabajando para ellos. El mes pasado, el señor Abdul murió de un ataque al corazón; y ahora la señora Farida tiene el corazón roto. Todas las mañanas desliza las puertas al balcón y mira al apartamento de enfrente. Si le preguntaras por qué se interesa tanto por los vecinos, te diría que no le importan: lo que le molesta es lo que les dan de comer a los cuervos. Ese es otro rasgo de los ricos: no les interesan los pobres, sino que les preocupa más que los pájaros se mueran de hambre.

A Farida le gusta mirar los cuervos del balcón de enfrente. Los vecinos de ese apartamento son nuevos en el edificio. Les gusta alimentar a los cuervos. Uno pensaría que la gente rica como ellos compraría el pienso adecuado para los pájaros, pero no, no malgastarían dinero en esas cosas. Dan a los pájaros sus sobras, Farida observa a los pájaros negros picotear la comida de los recipientes de aluminio y se enfada mucho. Esta mañana juró que había visto un cuervo con un hueso en el pico, que había cogido de una caja roja y blanca de KFC en la repisa del balcón del vecino.

"¿Qué hacen dándole pollo frito a los cuervos?", me preguntó.

No podía decirle que "los ricos son de ese modo, desconsiderados", así que me limité a decir: "Sí, señora". Me dediqué a limpiar las tazas del armario impresas con la felicitación "ya estás jubilado", que el señor Abdul había recibido de la universidad hacía unos años. Nunca había dejado que Farida las usara.

"Abdul se habría horrorizado", exclamó Farida. "¿No recuerdas cómo solía alimentar a los pájaros con semillas especiales y mirarlas darse un banquete?".

El señor Abdul era muy especial con aquello de los pájaros y tenía sus razones. Todas las mañanas, durante el desayuno, llamaba a Farida para que viniera a observar a los cuervos. "Mira cómo son apegados a su familia", le decía. "Mira cómo su comportamiento es tan civilizado. Podrían enseñarte un par de cosas, Farida".

"¿A qué te refieres?", contestaba ella. "Los cuervos son malos y viciosos. ¿Qué hay que aprenderles?"

Una cosa que hay que saber sobre el señor Abdul es que no le gustaba que lo desafiaran, y durante muchos años había observado yo cómo controlaba a Farida.

"El problema contigo, Farida", sentenciaba, "es que no miras".

"Esos pájaros no son más que plagas", atajaba ella.

"Yo que tú guardaría mi lengua", dijo. "Si te oyen, vendrán por ti en venganza".

 


 

Me provocan ganas de reír las riñas de los ricos por cosas sin importancia. Cuando eres pobre te peleas por las sacar las cuentas, por cómo tu marido malgasta el dinero en apuestas y alcohol. Entre ustedes, en cambio, se van a la yugular todo el tiempo, porque ¿qué más hacer? No hay tiempo más que para trabajar. No hay tiempo para descansar los pies y tomar una taza de té. De modo que ahí estaban, Farida y el señor Abdul, discutiendo por los modales de los cuervos.

Todos los días era lo mismo. Al principio tenía gracia, pero a medida que el señor Abdul se volvía obsesivo con su contemplación de las aves, sus discusiones subían de tono. Lo que más irritaba a Farida era la forma en que el señor Abdul la comparaba con los cuervos.

"Los cuervos son más listos que tú, Farida", afirmaba. "Reconocen las caras".

"Tonterías", refutaba ella. "Así como todos los cuervos son iguales para nosotros, todos los humanos son iguales para ellos".

"Tu mala costumbre es que nunca quieres aceptar los hechos". Siguió señalando más características positivas de las aves. "Créeme, Farida, una vez que un cuervo conoce tu cara, nunca la olvidará".

Finalmente, Farida manifestó: "Por favor, basta, no me importa en lo más mínimo que me conozcan o no. No le veo diferencia".

Como el señor Abdul siempre necesitaba tener la última palabra, agregó: "Pues deberías, porque los cuervos guardan rencor".

Quizá ahora que el señor Abdul había muerto, Farida se preguntaba si era cierto lo que le había dicho, ¿eran los cuervos más inteligentes que ella? Allí estaba, de pie en el balcón, sola, pensando que los cuervos eran todo lo que le quedaba, llorando.

"Ya, ya", le dije, e intenté llevarla a la sala, donde había dejado su desayuno en una bandeja. "Beba un poco de té. Se está enfriando".

Pero apartó el brazo. "Ahora no. ¿No ves que estoy ocupada?". Mantenía los ojos fijos en los pájaros negros que picoteaban la caja de KFC. Uno ladeó la cabeza en su dirección y emitió un tremendo graznido. Farida dio un respingo. "¿A los vecinos no les importa que los pájaros se indigesten por comer pollo frito?".

"No, señora", dije, y antes de que pudiera contenerme, solté: "Los ricos no se preocupan por esas cosas".

Hizo caso omiso de mi comentario. "Abdul sufría de una acidez terrible", mencionó. "Era muy sensible".

"Sí, señora."

"Siempre decía: 'Mis nervios y mi estómago están conectados', y luego engullía antiácidos mientras aún efervescían".

Parecía a punto de echarse a llorar otra vez, así que le dije: "Por favor, señora, al señor Abdul le hubiera gustado que desayunara".

"¿Cómo sabes lo que hubiera querido?", contestó ella, irritada.

"No he estado con usted durante doce años en vano, señora."

Se volvió para mirar el taburete y la vi reparar en el té derramado en el platillo, el omelette quemado y las rebanadas de pan demasiado tostadas. El señor Abdul nunca habría tolerado que sirviera un desayuno tan descuidado. Pero ya no estaba allí para gritonear, así que no me molesté en ser meticulosa.

"Deja la bandeja ahí", dijo, y volvió a observar a los pájaros.

Otra característica de los ricos es que les gusta desperdiciar la comida. El señor Abdul siempre quería rotis recién hechos para el almuerzo, y cuando le traía uno caliente de la cocina, dejaba de comer el que acababa de morder y lo dejaba a un lado, diciendo que estaba frío. Empecé a recoger sus rotis a medio comer para llevármelos a casa. Les rebanaba los bordes, los cortaba en trozos pequeños y los guardaba en una caja. Al final de la semana preparaba un curry seco con las sobras, con tomates y cebollas. Así es como sobrevivimos los pobres.

La gente se muere mientras duerme. Cuando eres pobre lo aceptas y sigues adelante. Pero los ricos insisten en escandalizarse. Era cierto que el señor Abdul había muerto de repente; en un instante estaba profundamente dormido junto a Farida, y al siguiente, cuando trataba de despertarlo, descubría ella que estaba muerto. Después del funeral, sus hijas le habían dicho que debía turnarse para vivir con ellas, le habían sugerido un calendario. Pero Farida se había negado.

"No soy una maleta vieja", dijo. "No me van a llevar de un sitio a otro hasta que se me caigan las ruedas. No iré a ninguna parte. Me quedaré aquí con Mary". Así que sus hijas volvieron a sus vidas y la dejaron aquí conmigo.

El señor Abdul le había dicho a menudo a Farida que era incapaz de vivir sola. Le informaba: "No eres del tipo independiente, Farida, no sabrías por dónde empezar".

No se había molestado en contradecirlo. Tal vez no podía imaginar su vida sin él.

Puedo decir que es mediodía por la forma en que el sol cae en un ángulo particular sobre el parqué. El señor Abdul era muy exigente e insistía en que fregara el suelo una vez a la semana con un abrillantador especial. Pero ahora, como él no está para darse cuenta y como es un gran esfuerzo, ni me molesto.

Vi cómo Farida acercaba la mecedora al charco de luz, y sentándose, cerraba los ojos. La imaginé disfrutando el calor del sol en la cara. Cuando eres pobre, no tienes tiempo de disfrutar nada.

 


 

El señor Abdul y Farida llevan 30 años viviendo en este apartamento del campus. Se mudaron a Lahore cuando Abdul ingresó en la Facultad de Ingeniería de la universidad. Su apartamento está en la cuarta planta de un bloque central de seis edificios de idéntica arquitectura, separados por una distancia de quince metros. Las ventanas de vidrios polarizados dan algo de intimidad, pero, como en todo el campus, los edificios están muy juntos; se puede mirar directamente a los balcones de enfrente y ver las maletas rotas, los colchones viejos, las plantas muertas y los tendederos con ropa descolorida.

Una noche, mientras recogía la mesa después de la cena, el señor Abdul se puso a revisar las ventanas, como era su costumbre antes de acostarse, cuando vio que uno de los vecinos echaba de reversa su coche en el estacionamiento suyo. Inmediatamente les llamó y les pidió que lo retiraran.

"No está siendo usted razonable", le dijo el vecino. "No tiene coche y el lugar está libre, ¿cuál es el problema?".

"Es mi espacio, así que yo decido, y ahora mismo lo quiero vacío", respondió el señor Abdul y colgó.

Farida le dijo que debería ser más paciente.

"Jamás", contestó el señor Abdul. "Si no reaccionas de inmediato, te tendrán por tonto y volverán a hacerlo".

El señor Abdul llevó el asunto al comité de mantenimiento de la vivienda y exigió una disculpa del vecino por escrito. El presidente dijo que no se había hecho ningún daño y que el señor Abdul debía ser un poco más flexible. Pero el señor Abdul no lo aceptó.

"No te metas en asuntos que no entiendes", atajó cuando Farida intentó persuadirlo de dejarlo así. "Es una cuestión de principios".

Los ricos creen que tienen el don de leer la mente de la gente, y el señor Abdul especialmente era de esa opinión. Pobre Farida, ni una sola vez el señor Abdul había visto las cosas desde su punto de vista. Ella había resistido con todas sus fuerzas, pero él nunca había cedido. Tal vez esa abrumadora sensación de la derrota, después del fallecimiento, era parte de su tristeza.

Esa misma tarde, cuando vi a Farida tumbada en el sofá con los ojos cerrados, bajé al jardín. Haroon me estaba esperando y nos sentamos juntos a la fresca sombra de los cedrones. Sin embargo, al cabo de unos minutos oí que Farida me llamaba.

"Es una maldita molestia", le dije a Haroon. "Mira, nos está observando desde el balcón".

"María, vuelve aquí de inmediato", gritó Farida. "¿Qué estás haciendo?"

Levanté el brazo, saludé y me quedé donde estaba. Le di a Haroon el recipiente de Tupperware que había sacado a escondidas de la cocina entre los pliegues de mi delantal. Me acarició la mejilla, sacó un barfi cubierto de chocolate y me lo metió en la boca. Era de los dulces de chocolate favoritos de Farida.

Haroon y yo llevamos juntos cinco años. Trabaja como jardinero en el campus. El año pasado perdimos un bebé. Estamos intentando ahorrar para poder casarnos. Haroon no es el hombre más guapo, pero tiene buen corazón. Es delgado y moreno y siempre lleva un pañuelo rojo descolorido atado como un turbante para protegerse la cabeza del sol. Parece un hombre que lleva kilómetros caminando por el desierto. A veces bebe demasiado licor y es entonces cuando discutimos.

Farida seguía de pie en el balcón mirándonos. "¿Escuchaste lo que he dicho, Mary? Vuelve aquí", gritó.

Apoyé la cabeza en el hombro de Haroon, que olía a hierba cortada y a sudor. "Feliz cumpleaños, mi amor", me dijo.

"¡Heeey!" Farida llamó.

"Ya voy, ya voy", contesté, pero no hice ningún esfuerzo por levantarme. Sabía que mi respuesta la enfurecería y pensaría que era una descarada. A lo largo de los años había oído a menudo al señor Abdul decir: Nunca confíes en los criados, no son leales. Mantenlos siempre a raya o acabarán arriba de tu cabeza.

Odio admitirlo, pero Farida ha intentado ayudarme de vez en cuando. Una vez me dio su ropa y zapatos viejos y su bolso naranja favorito, pero sólo porque la correa estaba rota. "Asegúrate de cuidarlo", me dijo. Cada vez que me veía llevarlo (porque me lo habían arreglado), comentaba lo bonito que se veía, y yo notaba que se arrepentía de habérmelo dado. Sin embargo, no ofrecí devolvérselo. En cambio, le dije cuántos cumplidos había recibido.

"Nomás no dejes que Abdul te lo vea", sugirió. "Dirá que te estoy malcriando".

Las dos sabíamos que el señor Abdul tenía el corazón más pequeño del mundo, pero el hecho de que compartiésemos ese entendido no hizo que Farida y yo nos acercáramos ni un tanto más.

El año pasado, cuando estaba embarazada, le pedí al señor Abdul un préstamo para poder recibir tratamiento médico.

"¿Te parezco hermana de la caridad?", respondió. "¿Por qué no pides ayuda a tu iglesia?".

Farida intentó decirle que no me encontraba bien y que esperaba un bebé, que por qué no podía descontarme una pequeña cantidad del sueldo todos los meses. Pero él se negó. "¿No has aprendido, Farida, que nunca hay que ablandarse con los sirvientes? Si lo haces, sólo conseguirás que te manipulen".

Los ricos creen que tienen el don de la profecía.

 

Shakir Ali Pakistán, 1914-1975 Óleo sobre lienzo 84 x 127cm
Shakir Ali (Pakistán, 1914-1975), Sin título, óleo sobre lienzo 84×127 cm, 1966 (cortesía de Bonhams).

 

Cuando volví del jardín fui directamente a la sala. "¿Me ha llamado, señora?", le dije.

"¿Qué hacías con ese hombre?", me cuestionó. "¿Quién es?"

"Haroon es mi amigo, señora."

"¿Amigos? ¿Desde cuándo tienes tiempo para amigos?". Cogió su dupatta de la silla y se lo echó sobre los hombros. "Abdul no lo habría permitido".

Alcé la barbilla y la miré directamente a los ojos. "Pero el señor Abdul no está aquí, ¿no?".

"¿Cómo te atreves? Voy a decirle a ese jardinero unas verdades".

"Por favor, señora, sólo estábamos platicando."

"No confío en ti", respondió. "Te vi dándole algo. ¿Qué has robado? Voy a averiguarlo y acabar con este sinsentido, ahora mismo". Cojeó hasta la puerta principal, yo la seguí y también bajé las escaleras.

"Tenga cuidado", le dije. "No queremos que le suceda otra caída, señora."

"No te he pedido tu opinión", refunfuñó, bajando las escaleras de lado y agarrándose a la barandilla para apoyarse. Llegamos a la planta baja, donde vimos a Haroon rastrillando las flores amarillas bajo el árbol.

"¡Eh!" Farida levantó el brazo y le hizo señas. Él dejó de barrer y se acercó. "No pago a Mary para que cotillee contigo", le advirtió. "Así que no hables con ella".

"Hoy es su cumpleaños, señora", le aclaró, sonriéndome.

"Qué tontería", dijo ella. "Hoy es el suyo, mañana el tuyo, y pasado será otra cosa".

Haroon sacó el Tupperware de su bolsillo y se lo ofreció. "Por favor, pruebe un poco del barfi de chocolate, señora".

"Qué descaro", dijo ella, con la cara enrojecida. "Reconozco esos barfis de mi cocina. ¿Cómo se atreve Mary a llevárselos sin mi permiso?".

En ese momento sopló una fuerte ráfaga de viento y una caja vacía de KFC se precipitó hacia nosotros. Aterrizó a unos metros de donde estábamos, esparciendo trozos de pollo y patatas fritas por todas partes.

"Este es el colmo", dijo Farida, y sombreándose los ojos con la mano, entornó hacia el balcón del vecino. "Ya basta". Empezó a cojear hacia el edificio de enfrente, mientras un cuervo bajaba volando y empezaba a picotear la comida. "Me van a escuchar. ¿Quiénes se creen que son para alimentar a los cuervos con pollo de KFC?".

"Señora", dije. "Espere."

"Aún no he terminado contigo, Mary", devolvió. "Quiero saber exactamente cuándo empezaste a robar". Murmuró mientras subía las escaleras ayudándose de la barandilla. "Robar ... mentir ... engañar ... Abdul me advirtió que nunca confiara en los sirvientes ..."

Fui tras ella y Haroon me siguió. "Vete", resolló. "Déjenme en paz". No respondimos, pero nos quedamos detrás de ella por si perdía el equilibrio, observando cómo subía el segundo y tercer tramo de escaleras. "Abdul siempre decía que si no puedes defender tus principios, no vales nada", recordó.

"Sí, señora. Pero él ya no está, así que ya no importa".

"Cállate, yo sé lo que hago".

Pobre Farida. Estaba perdiendo la cabeza. No era para tanto, la gente pierde cosas todo el tiempo. Cuando eres pobre, olvidas cosas en el camión, o alguien te roba el bolsillo o te arrebata el bolso. Esas cosas pasan todos los días. Pero para los ricos es distinto: no soportan que se les pierda algo.

Hace unos años, el reloj del señor Abdul había desaparecido. "Alguien lo ha robado", le dijo a Farida.

"Podría habérsete caído de la muñeca", le dijo ella. "La correa estaba floja. Debes haberla extraviado en alguna parte..."

"Lo habría sabido si eso hubiera pasado. No soy tan descuidado como tú", espetó. "Los ladrones siempre están mirando y vigilando. Tienen mil ojos, y cuando menos te lo esperas, se abalanzan".

El señor Abdul me hizo registrar todo el apartamento, pero el reloj no apareció. Repasó todas las horas del día en que lo había perdido, dónde había estado y con quién se había encontrado, y cada vez estaba más convencido. "Me han robado", dijo. "Violado a plena luz del día". Me dirigió una larga y melancólica mirada de sospecha, pero yo me limité a sostenerle la mirada.

Farida se había cansado de sus quejas sobre el reloj. "Por mí, cómprate uno nuevo", le dijo.

"Esta ciudad está llena de ladrones. Cuando ven un blanco fácil, atacan".

"Olvídalo", dijo Farida. "Ya no podemos hacer nada".

"No, no voy a dejar que se salgan con la suya". El señor Abdul volvió a sentarse en su silla de siempre y repasó de nuevo los acontecimientos del día. Pero no recordaba nada diferente.

Unos días después del incidente del reloj, Haroon llamó a la puerta acompañado de un hombre. Haroon dijo que el hombre tenía algo que enseñarle al señor Abdul. El hombre, un obrero que trabajaba en una construcción, abrió su pañuelo, que estaba atado con un nudo. "Vendo este reloj", dijo el hombre. "Si le gusta, puede comprarlo".

"¿Dónde lo has encontrado?" El señor Abdul se lo arrebató del pañuelo y se lo ajustó a la muñeca. "¿Cómo te atreves? Primero lo robas, ¿y ahora quieres vendérmelo?".

Todos los problemas que Haroon y yo habíamos pasado quedaron en nada. No ganamos ni una rupia, porque el señor Abdul se negó a recomprar su reloj. "Nunca", le dijo a Farida. "Si lo hago, todas las mañanas desaparecerá algo de este lugar, y todas las noches tendremos a un ladrón intentando vendérnoslo".

"El hombre debió haberlo encontrado en alguna parte", comentó Farida. "Sólo había que darle una pequeña recompensa".

"No subestimes a los pobres", respondió él. "Para ellos todo es cuestión de supervivencia".

Cuando llegamos al cuarto piso, Farida se apoyó en la pared y se abanicó la cara con el dupatta. Miró las tres puertas. "¿Dónde viven los culpables?".

Señalé la puerta de enmedio, ella avanzó cojeando y llamó. Abrió un hombre. Debía de tener unos cuarenta años, llevaba el escaso cabello peinado hacia los lados sobre la calva. Lo reconocí porque lo había visto muchas veces en su balcón hablando en voz alta por el celular.

"Hola", saludó. "¿En qué puedo ayudarle?"

"Soy Farida, su vecina del edificio de enfrente", indicó. "Y estoy aquí por los pájaros".

"¿Pájaros?", repitió el hombre, con cara de confusión.

Farida se volvió hacia mí con expresión agotada. "Explícale, Mary. Dile de los cuervos".

"A la señora no le gusta lo que le da de comer a los cuervos", le informé. "Ella piensa que no debería darles pollo frito de KFC."

"¿KFC? No entiendo", dijo.

"¡No lo niegue!" Farida alzó la voz. "Esta misma mañana, he visto a los pájaros con mis propios ojos comiendo pollo frito y patatas fritas de una caja de KFC en su balcón".

Los ojos del hombre se entrecerraron. "¿Esos pájaros le pertenecen?"

"Abdul dijo que los cuervos deben ser tratados con respeto", sentenció ella. "Si no lo haces, te castigarán".

"Pero ese es mi problema, ¿no?", contestó el tipo.

"No es lo correcto. Les dará indigestión".

El hombre soltó una risita. Tomé a Farida del brazo y le murmuré: "Vamos, señora".

Pero lo apartó y agregó: "Los cuervos reconocen las caras".

"¿Esos pájaros son sus mascotas?", preguntó el hombre. Farida lo miró sin comprender. "No lo creo", respondió. "Así que les daré de comer lo que se me venga en gana".

"Abdul se habría quejado de usted ante la compañía de mantenimiento", añadió.

Pero el hombre ya había empezado a cerrar la puerta. "Una cosa más", anunció, haciendo una pausa. "Si no le gusta lo que ve, no mire". Cerró la puerta de un portazo.

"Qué descaro", dijo Farida, con voz temblorosa. "No se habría atrevido, si Abdul estuviera aquí". Nos volvimos para bajar las escaleras, y cuando Farida vio a Haroon esperando, se puso más furiosa. "¿Por qué sigues aquí? ¿Me estás espiando?" Bajó un escalón y casi se cae.

Haroon actuó rápido. La agarró del brazo y la mantuvo firme. "Con calma, señora."

Intentó empujarlo. "Para", le ordenó. "A Abdul no le habría gustado que me tocaras".

"Vamos", le dije a Haroon. Levanté el brazo izquierdo de Farida y lo puse sobre mi hombro, y Haroon le agarró el codo. Bajamos las escaleras, paso a paso.

Cada vez que Farida se tambaleaba, Haroon le decía: "Tenga cuidado, señora", y ella se enfadaba más. Cuando llegamos a la planta baja, la soltamos y Farida se recompuso. Parecía que estaba a punto de llorar.

"Ahora con calma", dijo Haroon.

"Cállate", respondió ella.

"La señora no ha desayunado hoy", manifesté. Referí también que el señor Abdul siempre desayunaba un omelet y dos parathas y que, desde que había muerto, la señora Farida había perdido el apetito.

"Qué descaro tienes, chismeando sobre mí, Mary", expresó la señora.

La ignoré y le dije a Haroon: "Pobre señora Farida: está sola y sus hijas están lejos".

"Al menos nos tiene a nosotros", respuso Haroon, y yo estuve de acuerdo con él.

Cuando por fin subimos las escaleras hacia el departamento, Farida entró tambaleándose en la sala y se desplomó en el sofá. Haroon esperó junto a la puerta.

"Dile que se vaya", pidió ella, y agitó el brazo. Su voz era débil. "No lo quiero aquí. Abdul dijo que los jardineros no pueden entrar".

"Pasa, Haroon", le dije. Haroon cruzó a la sala. Pasó junto a Farida y se paró frente a la consola donde estaban todas las fotos de la familia: El señor Abdul y Farida con sus hijas; el señor Abdul estrechando la mano del ministro de educación; el señor Abdul con gafas oscuras y gorra de béisbol en un torneo de golf de la universidad. Haroon tomó el retrato del señor Abdul.

"No, no, no lo toques", dijo Farida. "Nomás vete, por favor".

"Conocí al señor Abdul", dijo Haroon. "Una vez me encontró durmiendo bajo un árbol y me llamó perezoso choora. También me denunció al comité de mantenimiento y me degradaron".

"Así era el señor Abdul", comenté. "Un verdadero abusivo."

Farida parecía querer decir algo, pero de su boca no salía ningún sonido. Haroon miró la fotografía unos instantes más y luego la devolvió. "El pasado es el pasado", agregó. "No soy el tipo de persona que guarda rencor a los muertos".

"Los pobres no pueden permitirse ese lujo", añadí. "Ven, Haroon, llevemos a la señora a su dormitorio. Está muy cansada y debe descansar".

"No", desafió Farida. "No". Haroon se acercó al sofá donde estaba sentada Farida y se inclinó para ayudarla. Ella empezó a resistirse. "No, no, no me toques".

La levantamos.

"No", insitió ella.

"Está muy cansada, señora", le dije. Intentó protestar, pero sólo pudo decir que no. Tenía la cara sudada. La metimos en la cama. "Descanse un poco, señora", le recomendé.

Ella musitó suavemente. "Abdul..."

Cerré la puerta. "Ven, Haroon, voy a prepararnos un té", le mencioné, fui a la cocina y puse a hervir en la lumbre agua y unas hojas de té.

Cuando volví a la sala con la bandeja de té, Haroon estaba en el balcón riendo suavemente. Sacó un poco de barfi de chocolate del Tupperware que llevaba en el bolsillo y lo desmenuzó en la cornisa. "Una golosina para los cuervos", explicó.

Me acomodé en el sofá, como había visto hacer a Farida cientos de veces, y me tapé las piernas con su suave chal. Haroon se sentó en la silla del señor Abdul y subió los pies a un taburete, como solía hacer el señor Abdul.

Nos sentamos a tomar el té y, de repente, un cuervo bajó volando y empezó a picotear el barfi.

 

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