El escritor es traductor en Teherán.
Anónimo
Traducido del persa por Salar Abdoh
Llevo la cabeza descubierta, al igual que el cuello. En cuanto miro al policía que está cerca de la parada del autobús, mis manos buscan automáticamente mi hiyab. Entonces recuerdo que, por supuesto, no lo llevo. Un minuto después, cuando subo al autobús, la gente que aún no se ha acostumbrado a ver mujeres sin pañuelo me echa un vistazo y se aparta rápidamente, con los ojos llenos de preguntas. En la siguiente estación sube una mujer de aspecto austero, envuelta en su chador negro y con las cuentas de la oración en la mano. Manosea las cuentas y repite una invocación en voz baja. Seguro que nos peleamos, pienso. Pero, ¿qué hace? Me pregunta cómo llegar y le digo que tiene que bajarse en la siguiente parada. Su agradecimiento y sus palabras son una oleada de amabilidad: "Que siempre estés sana, hija mía. Por favor, cuídate siempre mucho".
No me lo esperaba. Ni ayer en la fotocopiadora, cuando el tipo se levantó, me hizo una reverencia y dijo: "¡Vivan nuestras mujeres valientes!".
Hoy en día, en lugar de ser acosada en la calle por hombres jóvenes, oirás de ellos el estribillo único del movimiento: Mujer-Vida-Libertad. Esto también es tan inesperado para el oído como hermoso.
Me bajo del autobús en Maidan Valiasr, en el corazón de la ciudad. Tengo que pasar por el extremo oriental del círculo, que es donde están reunidos los encubiertos y la milicia Basij. Hasta ahora, toda la ciudad sólo ha respetado mis rizos. Pero estos tipos no. Cuando paso junto a ellos, uno le dice al de al lado: "Apuesto a que si le doy con el palo en la cabeza se desmaya". Lo dice entre risas y deliberadamente alto para que yo pueda oírlo. Tengo el corazón en la boca. Espero que me caiga una porra en la cabeza en cualquier momento. Mientras sigo caminando y mirando al frente, alguien me golpea en las costillas -quizá con la culata de una pistola- y me dice que me cubra la cabeza. No tengo nada con lo que cubrirme la cabeza, y no lo haría aunque lo tuviera. Mantengo las manos a los lados y sigo adelante. Otro de ellos grita: "Sucio Bahai, cúbrete la cabeza". El siguiente añade: "Bahai guarra". No me había dado cuenta hasta ahora de que, para estos tipos, llamar a alguien "bahai", miembro de una minoría religiosa muy maltratada que se inició en Irán en el sigloXIX, es la maldición definitiva. Mientras tanto, sigo esperando a que la porra me golpee en la cabeza al pasar por delante del último de la fila de matones callejeros.
El maidan de Valiasr tiene desde hace muchos años un gigantesco cartel publicitario en su cuadrante noroeste. Aún no me atrevo a mirar hacia arriba, esperando que en cualquier momento algo, cualquier cosa, me tire de bruces al suelo. Cuando por fin reúno el valor suficiente para mirar, me doy cuenta de que, en la valla publicitaria de varios pisos de altura, hoy no hay más que un inmenso espacio en blanco y, a propósito de nada, debajo se han inscrito las palabras Las mujeres de mi tierra. El absurdo de ver estas palabras en referencia a nada ni a nadie es tan extraño como oír a matones callejeros a sueldo llamarte puta bahai. La valla parece huérfana, con esas palabras como significantes de algo inexistente. Cuando se colocó por primera vez, aparecían los rostros de mujeres iraníes reales, con las cabezas debidamente cubiertas, supuestamente como una forma del régimen de luchar contra el estribillo "Mujer-Vida-Libertad" de las manifestaciones callejeras. Pero fue tal el clamor de las propietarias de esos rostros y sus familiares que el régimen se vio obligado a retirar sus caras y dejar en su lugar una ristra de palabras desamparadas en un enorme cartel vacío.
Sigo caminando. Caminando sin ese temido trozo de tela que nos han impuesto desde primer curso. El paño que me arañaba la garganta durante mis años mozos y que a menudo se deslizaba sin que me diera cuenta. Ese paño se ha ido. Se ha ido de mi cabeza y de la de muchos otros. Para nosotros es como si por fin hubiera caído el Muro de Berlín.
He corrido un guantelete y un fuego de maldiciones y sigo de una pieza. El miedo sigue conmigo, me doy cuenta. Pero sólo acecha en el fondo. Nuestro mundo ha cambiado. Esos matones de la milicia pueden decir lo que quieran; lo cierto es que no llevar hiyab ya no significa ser una mujer suelta o una "zorra" en este país. Ya no crea un sentimiento de nosotros contra ellos. Los iraníes estamos todos juntos en esto. Y ya nadie nos va a colgar del pelo en el infierno. En la escuela primaria, el profesor de religión nos hacía creer que eso es lo que nos ocurriría si nos veían fuera sin el hiyab. La imagen de que me colgaran del pelo en el infierno era tan traumática que rogué a mis padres que me llevaran al barbero y me cortaran todo el pelo como a un chico. Pensé que nadie podría colgarme del pelo si no lo tenía.
Hoy en día, el pelo sin una envoltura forzada de tela a su alrededor es simplemente pelo. Ni más ni menos. Este pelo no va a llevar a ningún joven por el mal camino del deseo. Al menos, la gente de las calles de esta ciudad que piso se ha dado cuenta de ello. Quizá algún día los profesores de estudios religiosos de esta tierra también lo entiendan.