Hawra Al-Nadawi: "El martes y el movimiento verde"

15 junio, 2022 - ,
Ali Banisadr (n. 1976 Irán), "Los Charlatanes", óleo sobre lino, 137,2 x 182,9 cm, 2009 (cortesía de la Galería Thaddaeus Ropac).

 

 

 

 

 

 

"Martes y el Movimiento Verde" es un extracto de la novela árabe de 2017 de Hawra al-Nadawi, Qismet, que sigue a una familia de kurdos feylíes desde la década de 1950 hasta hace unos años. El grupo étnico kurdo Feyli se encuentra principalmente cerca de la frontera entre Irak e Irán. Hablan un dialecto distinto del kurdo y, a diferencia de la mayoría de los kurdos suníes, son musulmanes chiíes. En este fragmento, acompañamos a Akram, uno de los protagonistas de esta novela polifónica, en el comienzo de su jornada en Teherán. Mientras se dirige a una marcha de protesta, reflexiona sobre su amante y su educación.

Hawra al-Nadawi

 

Traducido del árabe por Alice Guthrie

 

Era martes nueve de Tir de 1388, o mejor dicho, en la mayor parte del mundo, martes treinta de junio de 2009. Aquella mañana me desperté agotado por una de esas noches. Casi había olvidado los detalles de lo que había sucedido justo antes de caer en el profundo sueño del que ahora intentaba, con extrema dificultad, salir. Estaba desnudo y sudoroso. De mí y de la cama en la que yacía emanaban varios olores corporales fermentados: el olor pútrido combinado de todos los fluidos corporales que habían empapado la cama hasta el punto de que las sábanas se me pegaban a la piel desnuda. Luego estaba la mujer medianamente guapa que dormía a mi lado como si presumiera ante el mundo de su sueño neutro tras una noche de juerga. Había algo en su aroma que recordaba a aceitunas mezcladas con canela. Parecía que esta penetrante fragancia primigenia era un intento por su parte de seducir y excitar, aunque la realidad era que su perfume aburriría en cuanto uno acabara con ella.

 

Cogí el móvil para ver la hora, con la esperanza de que aún fuera lo bastante temprano para volver a dormir, pero ya eran las diez y pocos minutos, así que salté directamente de la cama. Si no quería perderme la manifestación que salía ahora mismo de la plaza Haft-e-Tir en dirección a la plaza Valiasar, tendría que sacrificar mi baño habitual de quince minutos, para empezar. Me aseé lo mejor que pude en dos minutos y me vestí a toda prisa.

 

Ayer Bano había expresado su deseo de unirse a mí en la marcha de hoy. Pero no un deseo fuerte. Así que la dejé durmiendo, no me despedí, sólo salí del piso, con cuidado de que no me viera ningún vecino. El piso pertenecía a la familia de Bano, que vivía en el extranjero, y por una extraña coincidencia estaba en Koocheh Nader, aquí en la capital, Teherán, así que estaba justo al lado del Museo del Dr. Ali Shariati. El amor de Bano por las ideas y los escritos del Dr. Shariati era un amor ostentoso que llevaba como si fuera una joya cultural. Presumía de ello. Pero sus intentos de revestir su personalidad unidimensional con una ligera pizca de intelectualismo eran inapropiados y estaban fuera de lugar, sobre todo teniendo en cuenta el cuerpo en el que estaba metida. Era un cuerpo embadurnado de colores chillones, desde el amarillo radiante de su pelo rubio cegador -exactamente la mitad del cual dejaba al descubierto bajo sus bufandas chillonas- hasta los pequeños toques finales de sus lentillas de colores o el esmalte naranja brillante de sus largas uñas (que chocaba con su piel pajiza).

Mi intuición sobre lo que indicaba su aspecto no era errónea, a pesar de sus intentos de aparentar lo contrario de su naturaleza atiborrando de versos trillados de Simin Behbahani y Forough Farrokhzad sus deslucidos y contradictorios argumentos. Enseguida me di cuenta de que sus reivindicaciones culturales no eran más que el reflejo de su deseo de acercarse a mí. No porque mi forma física la inspirara, sino porque el falso intelectualismo estaba de moda: un nuevo accesorio para las jóvenes superficiales de su generación en Teherán. Y de hecho, la verdad es que todo se confundió. Empezó a costarnos detectar a las jóvenes de aquella generación que se tomaban en serio sus esfuerzos intelectuales, cuya conciencia cultural estimulaba y se expandía de forma apasionante, que habían leído literatura, política e historia, utilizando para ello internet -habiendo aprendido a descifrar su código y a pasar fácilmente a sus mundos prohibidos, superando la estricta censura gubernamental impuesta a los sitios web-. Toda esta actividad nació del frenético deseo de las chicas de comprender el precario y crítico momento actual del puritano país donde habían crecido. Su generación no había vivido otra cosa que un Irán posrevolucionario, tratando de liberarse en lo posible de las estrictas normas de aquella revolución.

Pero Bano, como me había quedado claro desde el principio, no era una de esas jóvenes. Se había mostrado ansiosa por abandonar el papel que representaba cuando se quitó su primera prenda de ropa, y luego se había liberado por completo de la pretensión de ser culta tras nuestra primera e intensa sesión de sexo.

 

El piso en el que Bano y yo nos acostumbramos a encontrarnos había pertenecido a su familia de clase alta desde antes de la revolución. Los propietarios de los pisos residenciales de esta zona eran en su mayoría gente mayor. Algunos, como sus parientes, llevaban viviendo allí incluso cuatro o cinco décadas. El abuelo de Bano, cabeza de familia, había emigrado a Alemania inmediatamente después de la revolución. Había dejado su piso a los hijos que se quedaron en el país, que lo habían transmitido a sus nietos, hasta que finalmente llegué yo para dormir allí con su nieta cachonda.

 

Como llegaba tarde, pensé que en vez de unirme a los manifestantes en la plaza Haft-e-Tir, los alcanzaría donde se dirigía la marcha, en la plaza Valiasr. Así que bajé por la calle Dr. Fatemi, junto al parque Laleh, con la esperanza de encontrar un atajo. Me manifestaba solo mientras caminaba por las calles de Teherán, con un paño verde atado a la cabeza y otro a la muñeca. Desde el inicio de las elecciones y los febriles acontecimientos que las siguieron, la gente se había dividido entre sebz -verde- o cualquier otro color o cosa que no fuera verde. Así, mientras caminaba por la calle, oía los gritos de los dos bandos de esta división. Un bando expresaba su indignación, dejando muy clara su opinión de que gente como nosotros pretendía arruinar el país. Algunos de ellos incluso soltaban un discurso rápido sobre esta idea. En ellos se hacía hincapié invariablemente en que habíamos arruinado la reputación del gran imperio bimilenario, y estaban verbal y visualmente llenos de una extraña mezcla de fanatismo étnico y filiación político-religiosa. El otro bando glorificaba nuestro deseo de cambio, reforma y libertad, y nos apoyaba por ello. Ninguno de mis hermanos me había animado a participar en la movilización por el cambio, ni antes de las elecciones ni en los actos y manifestaciones posteriores. Todos habían expresado su ansiedad por mí y su relativa indiferencia ante la situación política del país en comparación con su preocupación por mi seguridad. Por teléfono, Louay me dijo, en el árabe que tan bien había conservado en el exilio:

 

- ¿En qué te has metido? Ni que fuera nuestro propio país, para que intentes arreglarlo o cambiarlo. ¿Qué tiene que ver contigo?

 

Le contesté en kurdo:

 

- ¿Y el lugar que te echó cuando estabas fuera de guardia sigue siendo tu país, entonces?

 

Pero Louay insistió:

 

- Ni iraquíes ni iraníes respetan a la humanidad. Si no te gusta la situación allí, busca la forma de irte y ven conmigo aquí.

 

No era la primera vez que Louay intentaba convencerme de que dejara atrás este país y a todos los que vivían en él. Estaba totalmente convencido de emigrar del lugar al que había llegado con cuatro años, deportado de Iraq cuando desterraron a nuestra familia con el pretexto de que teníamos ascendencia iraní. Nací en Bagdad en 1354, es decir, en 1976, el menor de cinco hermanos varones. Mi verdadero nombre era Akram. Cuando le conté esto a Bano sonrió, mirándome con lujuria. Sin maravillarse en absoluto por el resto de mi apasionante historia se limitó a decir, en su tono tranquilo, con su voz zumbando con su habitual resonancia de ruido blanco:

 

- Ey vaaay... Pero si hubieras conservado tu nombre. Hubieras sido mucho más sexy con nombre de mujer.

 

A los cuatro años no fui responsable de elegir mi nuevo nombre. Mantener mi nombre original o cambiarlo ya no tenía importancia una vez que cada uno de los dos nombres había adquirido una parte de mí, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía preferencia por ninguno de los dos. Además, manipular así nuestros nombres fue algo que hizo mi padre, por lo que le perdoné -uno más de los muchos errores que cometió como padre y que yo superé, a diferencia de mis hermanos, que le guardaron rencor. Crecí sin tener una verdadera noción de ese enorme cambio repentino que se había producido en nuestra vida, debido a lo joven que era cuando ocurrió. Crecí con dos nombres, y dos lenguas, y dos culturas, e incluso llevé en mi corazón la animadversión entre los dos países de forma híbrida. Me excusé por ambos países a la vez, me enfadé con ambos a la vez, y al final los abandoné a los dos, cuando por fin comprendí que el resentimiento no me traería más que decepciones y dolor.

 

Entre mis hermanos y mi madre, que hablaban todos el dialecto árabe bagdadí, y mi padre, que mantenía deliberadamente su acento kurdo de montaña, crecí hablando árabe y kurdo al mismo tiempo, además, por supuesto, de farsi. Puede que en mi pronunciación del árabe hubiera algún rastro de acento kurdo. Pero lo cierto es que me impregné de los auténticos sabores de la lengua vernácula iraquí y de todo lo que conllevaba, desde el humor socarrón hasta los matices de oscuros términos de la jerga, todos ellos introducidos a hurtadillas en este país por mis hermanos, escondidos dentro de sus pechos como pájaros enjaulados sin intención de escapar. De todos nosotros, yo era el que más aceptaba nuestra realidad, una realidad que hacía sufrir mucho al resto.

 

Hawra Al-Nadawi (Bagdad, 1984) emigró con su familia a Dinamarca en 1992, donde creció. Publicó su primera novela en árabe, Bajo el cielo de Copenhague , en 2010, que fue incluida en la lista larga del IPAF y en 2012 fue candidata al premio Booker árabe. Le siguió su segunda novela, Qismet, en 2017. Ambas novelas abordan cuestiones de identidad y alienación, que son temas importantes en sus obras. Los críticos han señalado que sus obras combinan una lengua árabe poética con una estructura occidental en el marco novelístico, posiblemente debido a su educación y cultura mixtas. Las diferentes culturas mixtas fueron esenciales en su crianza y educación, ya que fue educada en árabe por sus padres árabes y kurdos, junto con su educación en las escuelas danesas. Estudió lingüística y literatura inglesa y domina cuatro idiomas, además de otros tres con un nivel intermedio; sin embargo, le interesan especialmente las lenguas orientales y su literatura.

Alice Guthrie es una traductora, editora y comisaria independiente especializada en escritura árabe contemporánea. Ampliamente publicada desde 2008, su trabajo se ha centrado a menudo en voces subalternas, arte activista y queerness / queering (lo que le valió el Premio de Traducción Jules Chametzky 2019). Su editorial bilingüe y su investigación forman parte del creciente movimiento para descolonizar la traducción literaria árabe-inglés, su evaluación y publicación. Festín de sangreEn febrero de 2022, Feminist Press NYC y Saqi London publicaron su traducción de los cuentos completos de la activista de género y genio literario marroquí Malika Moustadraf. Alice ha programado el capítulo literario de la bienal londinense "Shubbak: Una ventana a la cultura árabe contemporánea" desde 2015, y ha comisariado eventos artísticos árabes para el Festival Internacional del Libro de Edimburgo y Arts Canteen. Ocasionalmente imparte clases de traducción árabe-inglés de grado y posgrado en varias universidades, entre ellas la Universidad de Birmingham y la Universidad de Exeter.

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