Una pareja que lucha por concebir sufre una transformación que lo cambia todo.
Abdullah Nasser
Traducido del árabe por Lina Mounzer
Aún no había tenido un bebé, y no creía que fuera a tenerlo nunca.
Los primeros años fueron de gran expectación. Se alegraban cada vez que la regla se retrasaba uno o dos días y se enfadaban cuando se adelantaba, aunque fingieran lo contrario. Al cuarto año, empezaron a aceptar la situación a regañadientes. No fueron a ninguna clínica de fertilidad. Fue idea de él: decía que las pruebas destruirían tarde o temprano lo que había entre ellos. No, él no fue a ver al médico a escondidas -cuidado con las sospechas- y ella tampoco, aunque pidió cita, decidiendo no hacerlo en el último momento.
En realidad, mantuvieron un atisbo de esperanza hasta el séptimo año. Mientras él la miraba, pensó: "Es el destino, y cuando las cosas llegan a este punto, es mejor someterse voluntariamente". Mientras ella le miraba, pensó: "es el destino, y aunque uno se indigne y patalee como un niño, también acabará sometiéndose".
Como la mayoría de las parejas, discutían más por las pequeñas cosas que por las grandes. Había una habitación especial en la casa para las discusiones, y uno de los dos se encerraba en ella cuando las cosas se ponían demasiado tensas, y no salía hasta que el otro se disculpaba.
Esta vez, el marido llevó la almohada y la ropa de cama a la habitación, aunque no había habido pelea. Si se hubiera retrasado un poco, habría descubierto que la esposa le había golpeado allí porque tenía intención de hacer lo mismo.
No le pasó casi nada, salvo que empezó a caérsele el pelo. El pelo del cuerpo, no el de la cabeza, porque el de la cabeza empezó a crecer espeso hasta desbordarle por los hombros, mientras que el cuerpo se le fue quedando sin pelo. Su ancho pecho se redondeó, y poco a poco sus pechos se hincharon hacia fuera, hasta que los ocultó bajo su holgada camisa. Lo que tenía entre los muslos se fue encogiendo hasta que un día se despertó y ya no lo encontró.
Eran días difíciles para él, y también para ella. Su voz se hizo más grave y sus pezones se secaron como pasas. Sus nalgas se volvieron planas como una sartén, y lo que su marido había perdido apareció de repente entre sus propias piernas, cada día más grandes.
Él permanecía en su habitación y ella en la suya. Sólo salían para compartir las comidas, pero en silencio. Cada vez que a él se le caía un pelo del bigote, a ella le crecía debajo de la nariz, hasta que tuvo el bigote de Frida Kahlo, y todo se volvió excesivamente claro.
Se puso su camisa azul y le quedaba perfectamente con su nueva talla. Y cuando se puso delante del espejo para probarse su pijama rosa, parecía un flamenco, incluso estuvo un rato de pie sobre un pie. Volvieron a dormir juntos y a seguir el ciclo mensual con la misma avidez que durante los primeros años, si no más.
