Vimos París, Texas:  una historia de Ola Mustapha

2 de julio, 2023 -
Cuando una película se convierte en el modelo del amor, de la vida, incluso de la muerte...

 

Ola Mustapha

 

Michael vio por primera vez la película París, Texas, cuando tenía diez años. A su madre le había tocado trabajar de noche en el hospital y su padre jugaba al dominó con el viejo rastafari de la casa de al lado. Su hermana, seis años mayor que él, había salido con sus amigas.

Mientras estaba tumbado frente al televisor, los ojos de Michael se clavaron en un paisaje abierto de rocas y arena y un cielo naranja cálido. Todo en la película parecía grande. Además, todo el mundo estaba triste. La tristeza le resultaba familiar, aunque sus causas no estaban claras. Aquello le dejó un delicioso escozor en la garganta, como un sorbete de limón. Cautivo, vio la película hasta el final.

"Anoche vi una película muy buena", le dijo a su amigo Chris en el colegio.

"¿Cuál, Regreso al Futuro?"

"No, se llamaba París, Texas".

"París está en Francia, pendejo".

Protagonizada por Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski (cortesía de Argo Films).

La segunda vez que Michael vio París, Texas, tenía 15 años. Su padre había huido a Birmingham con una mujer veinte años más joven. Su madre trabajaba y lloraba y trataba de poner sus preocupaciones en manos de Jesús. Su hermana, agotada por todo, se había mudado al otro lado del río, al sur de Londres, y esperaba un hijo con su prometido.

Esta vez, la película cobraba más sentido. La gente estaba triste por sus propias acciones y por las de los demás. Con la barbilla apoyada en las manos, Michael saboreó el solitario viaje de Travis, un hombre canoso de orejas extrañamente largas. Atardeceres carmesí, una guitarra solitaria, esas vastas carreteras americanas. La película era tan hermosa que hizo llorar a Michael. Él también quería un corazón roto. A los quince años, quería haber amado, perdido el amor y amado de nuevo, como en París, Texas, no como con sus propios padres. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que la tristeza de la película era mejor que la real.

"Anoche vi una buena película", le dijo a Nicole, una chica de su salón a la que había besado una vez y dedeado dos veces, aunque ella se negaba a que la llamara "novia".

"¿No me digas que viste Mujer bonita sin mí?"

"No, se llamaba París, Texas".

"París, Texas", murmuró burlona con voz aguda antes de irse volando con sus amigas.

Cuatro años más tarde, en la universidad, Michael vio París, Texas en video con Fiona, su primera novia propiamente hablando. Estudiaba Ciencias de la Comunicación y era aficionada al movimiento del nuevo cine alemán; pero sus comentarios paralelos sobre el montaje, el encuadre y la puesta en escena lo habían dejado frío. Todo el arte y nada de corazón le robaba la magia a la película.

Vio otras veces la película con novias posteriores, cada ocasión arruinada por la modorra, el limado de uñas o un letargo boquiabierto.

Fue entonces que conoció a Yara.

 

Quería haber amado, perdido el amor y vuelto a amar, en una especie de París, Texas... esa tristeza cinematográfica superaba la real.

 

Era un domingo de septiembre por la mañana. Había en el aire una sensación de vuelta al colegio. Michael, de 32 años, se dirigía a casa de su hermana en el sur, en un vagón vacío de la línea Victoria, equilibrando una caja de mangos sobre su regazo, fragantes recuerdos del verano.

En Finsbury Park, una mujer subió al tren y se sentó frente a él. Llevaba un traje deportivo Adidas y una maleta de gimnasio raída. Él la miró, sonrió y miró para otro lado. Segundos después, ella hizo lo mismo. Cuando posó su mirada en los mangos, él sintió el impulso de ofrecerle uno. ¿Debería hacerlo? ¿O se lo tomaría a mal? Atormentado por la indecisión, se encontró acariciando un mango de un modo que podría parecer sugerente. Se sonrojó. Sin mirarla, se dio cuenta de que ella también.

Inclinando la cabeza, mientras Michael miraba el mapa del metro, la mujer hurgó en su bolso. Cuando las puertas se abrieron en Highbury & Islington, bajó de un brinco y dejó caer un trozo de papel sobre las piernas de Michael. Nunca había hecho esto antes, decía. Este es mi número. Yara.

Tiempo después estuvieron de acuerdo en que, aunque el amor a primera vista era un desvarío infantil, aquel día había ocurrido algo especial.

"Sentí como si ya te conociera", dijo Michael, oliscando la oreja de Yara.

"Yo también", contestó ella, rizándole una madeja del cabello en pequeños bucles. "Sentí como si te conociera de toda la vida".

Transcurrieron dos meses antes de que le aplicara la prueba París, Texas. Primero hubo que sortear otros desafíos: amigos que conocer, fiestas a las que ir, galerías de arte por las que vagabundear con brazos recíprocos alrededor de la cintura.

Cuando la gente le preguntaba ¿cómo es tu nueva novia? Michael respondía con una sonrisita que le partía la piel de los labios: "Es el tipo de mujer a la que todo el mundo sonríe sin motivo por la calle".

Una nítida tarde de domingo en noviembre, después de que Yara y él tuvieran sexo tres veces en su sofá, Michael decidió que había llegado el momento. Metió el DVD en la máquina y se quedó mirando la foto de Nastassja Kinski en la portada. ¿Se lo estaba imaginando o se parecía un poco a Yara? El cabello abundante, los ojos de cierva, los labios carnosos... diferente colorido, por supuesto, pero algo en sus rasgos...

Mientras el árido paisaje tejano llenaba la pantalla, Michael lanzaba miradas subrepticias a Yara. Cada emoción que recorría su rostro parecía reflejar la suya. Por fin, alguien que lo entendía, alguien cuyo interior coincidía con el suyo. Su corazón se llenó de una ternura de la que no se sabía capaz, mientras observaba a Yara absorber la poesía de la vida arruinada de Travis: sus vagabundeos por el desierto, su hijo abandonado, su matrimonio fallido con la luminosa Jane; la revelación de que Jane, desesperada por escapar de los celos ebrios de Travis, había prendido fuego a su casa mientras él dormía, con lo que lo había hecho huir desconsolado hacia la noche vacía.

Era demasiado perfecto. Una hebra de duda se filtró en la mente de Michael. ¿Se estaba dejando llevar por vanos deseos? ¿Proyectando sus propias reacciones en Yara?

Cuando terminó la película, dijo ella: "Esa escena hacia el final... Qué inteligente, cómo la filmaron". Su voz había sonado ronca. Se aclaró la garganta.

"¿Qué parte?"

"Cuando Travis y Jane están hablando a través de la pantalla, y él está contando la historia de cómo la había llevado a prender fuego al remolque. La forma en que puedes ver sus caras fundiéndose en el vidrio".

"Nunca me había dado cuenta", dijo él.

Sujetándole los dedos con una mano, con la otra se limpió la humedad de la cara. Sin importarle que rayara en la cursilería, agregó: "Siempre será nuestra película".

Ahora que Yara había pasado -no, sobrepasado- la prueba, ¿cómo se podría organizar la vida para que se casaran?

Como si le hubiera leído el pensamiento, poco después ella lo puso a él a prueba.

 


 

La expresión de su rostro cuando se lo preguntó era dolorosa, intensa, no lo que la ocasión parecía ameritar.

"Nunca les he presentado a nadie a mis padres", advirtió, frotándose el hueso de la muñeca con un movimiento circular, algo que hacía cuando estaba preocupada o molesta. "Pero quiero que sepan de ti".

"De acuerdo", respondió él, tratando de contener su alegría. Podía vivir con ser el primer hombre en conocer a los padres de Yara.

"Puede que tengamos que plantear las cosas de un cierto modo", aclaró.

"¿Qué quieres decir?"

"Bueno, realmente no entienden el concepto de 'salir' con alguien. Son muy... tradicionales". Prácticamente podía oír la T mayúscula. "Mi madre más que mi padre", continuó. "Mi padre es buen tipo, no hizo alharaca cuando no regresé a vivir con ellos después de la universidad. Pero mi madre... ella es, bueno..."

"¿Tradicional?"

"Sí. Cree que sólo las prostitutas se van de casa antes de casarse. Así son las cosas en 'casa'". Luego agregó toda apresurada: "Así que sé que esto suena raro, pero tendremos que fingir que estamos comprometidos cuando los conozcas. Ah, y tendremos que decir que te convertirás. Siempre podremos decir después que rompimos el compromiso. Si terminamos de verdad, quiero decir".

"Sí. Podríamos fingir todo eso. O, ya sabes, podríamos de hecho..."

Sus sonrisas bobas parecían bailar fuera de sus caras, dar piruetas en el aire y besarse.

"¿Por qué no?", repuso ella. "¡Por qué caramba no!"

La tomó en sus brazos, abrumado por la ternura de cómo decía carambas o carambolas en vez de carajo, y miércoles en vez de mierda.

Horas después, mientras yacían exhaustos en la cama, Yara dijo: "Una cosa sobre mi madre".

"¿Qué?", respondió él, alerta de nuevo.

"Tiene algunas ideas estúpidas sobre... la gente".

"¿Gente?"

"Mmm. Ella piensa que los irlandeses siempre están borrachos y los ingleses huelen a grasa de cerdo, que los griegos son astutos, que por eso son buenos con el dinero, y los negros ..."

La frase se interrumpió. No importaba. Había captado lo esencial. El hueso de la muñeca de Yara chasqueó con el masaje.

"No importa." Le besó la frente. "Es una generación diferente. De todos modos, tengo un plan para ganármela".

"¿Cuál es?"

"Cuando entremos ..."

"¿Sí?"

"Cuando entremos ..."

"¿Qué?"

"Enseñaré el trasero y le diré: 'Besa esto, mamita querida'. Lo cual deberá romper el hielo, ¿verdad?"

Como una canción de cuna, su risa los arrulló hasta que se durmieron.

Yara había fijado una cita con sus padres para el sábado siguiente. Michael se reunió con ella en la estación de Southgate y caminaron de la mano entre hileras de casas recubiertas de guijarros. Esa mañana, él había ido a la peluquería y llevaba puesto su traje de trabajo gris, sin corbata. Yara llevaba un vestido largo como un costal que ocultaba su complexión menuda.

"Antes de que se me olvide", recordó él. "Nunca me dijiste cómo referirme a tu mamá y a tu papá".

"A mi padre le puedes decir 'doctor'".

"¿Eh? ¿No sabía que era médico?"

"No es. Es contador".

"Entonces qué, ¿tiene un doctorado o algo así?"

"No. Su sueño era ser médico, por eso la gente le llama 'doctor'. Es algo bonito en nuestra... su cultura. Por respeto".

"Bien. ¿Qué hay de tu mamá? ¿Le llamo 'reverenda', 'profesora'?"

Yara vaciló. Por primera vez desde que él la conocía no se había reído de una de sus tonterías. "Aún no lo sé". Frunció el ceño. "Lo sabré en su momento".

"Ni hablar", dijo él, ligeramente desconcertado.

Siguieron caminando en silencio. "¿Qué pasa?", preguntó él cuando ella había soltado su mano y se había cruzado de brazos.

"Nada", contestó animada. Tenía una mirada tensa, hiperactiva, como la de alguien que ha bebido Red Bull toda la noche repasando para un examen.

Cuando llegaron a la casa, ella tocó el timbre en lugar de utilizar la llave que tenía apretada entre los dedos. Apareció un hombre bajo y corpulento, todo manos y sonrisas y vocales serpentinas. Doctor.

"Pase, señor, pase, señor. Encantado de conocerle, señor".

En los recovecos del pasillo, una sombra acechante se reveló, era una mujer. Diminuta, nervuda, vestida de negro. Parecía que sus huesos se quebrarían si los rozaras. No le importaba su nombre verdadero, para Michael era "La Cartílagos". Lo cual le vino a la cabeza tan claramente como si ella misma lo hubiera anunciado.

"Hola", saludó él extendiendo la mano.

Dos ojos enrojecidos se cruzaron con los suyos. Parecían momentáneamente aturdidos, como si se enfrentaran a una aparición. Finalmente, una pequeña mano se posó sobre la suya. De sus labios no salió palabra alguna.

Se dirigieron a la sala, que resultaba familiar y extraña a la vez. Algunos elementos saludaban a Michael como a un viejo amigo: un sofá envuelto en plástico, una repisa sobre la chimenea repleta de fotos y chucherías: adornos de porcelana, viejas latas de caramelos, tarjetas de cumpleaños de hace quinientos años. Otros se le presentaban por primera vez: muebles curvos y ornamentados, como los que se hallan en un palacio francés del siglo XVII; una lámpara de araña gigante que le rozaba la cabeza.

Al quedarse a solas con Yara mientras sus padres iban a la cocina, él buscó a tientas su mano, pero ella escondió las suyas bajo los muslos, dedicándole una sonrisa distraída.

"¿Qué es eso?", preguntó él, señalando con la cabeza el colgante de terciopelo negro sobre la chimenea.

"Los 99 nombres de Dios".

"Ah." Sin querer, la imagen de un helado Flake 99 apareció en su cabeza. Mientras intentaba exorcizarla de su mente, Yara intervino: "Ahora quieres un helado, ¿verdad?". Sus risitas ahogadas se suspendieron cuando el doctor regresara con una enorme bandeja de plata.

Las horas pasaban borrosas. Una tarta rosa fluorescente brillaba y sudaba sobre la mesita. Té de menta fue servido y bebido, servido y bebido. Radiante como un hada madrina, el doctor se secó la frente con un pañuelo y bombardeó a Michael con preguntas.

"Trabajo en informática", dijo Michael. "En un banco de prestigio. Sí, es un contrato de planta".

"Me criaron como cristiano... Pero es el mismo Dios, ¿no?".

"No, mi madre no me repudiará por convertirme. Ella entiende".

En las pausas periódicas, Yara parloteaba, se inquietaba y se le caían cosas. A Michael le dolía el corazón al ver las manchas rojas que le subían por el cuello. Ya era difícil saber dónde terminaba el malestar de ella y dónde empezaba el de él. Se sentía ella parte de él.

Desde su estrecha silla de respaldo recto, la Cartílagos observaba en silencio. Al atisbar su presencia, Michael se dio cuenta de que sus ojos sin sol iban de él a Yara y viceversa. Casi esperaba que una lengua bífida saliera de sus labios y pusiera fin a todo el asunto con un movimiento rápido y mortal.

"Lo siento mucho, mi mujer tiene un inglés defectuoso", dijo el doctor, poniéndose la mano sobre el corazón como si también lo tuviera así.

Por fin, el calvario había terminado. Yara subió corriendo al baño y el doctor fue a la cocina a empaquetar la tarta: "Por favor, señor, por favor, debe llevarle un poco a su madre de parte nuestra".

Mientras Michael rondaba por el pasillo, la Cartílagos se materializó a su lado. Jesús, ¿se deslizaba sobre ruedas? Tras dedicarle una rápida sonrisa, se ocupó de revisar sus bolsillos.

Ella se acercó más a él. Una ráfaga de perfume de oscuro almizcle le llegó a la nariz. Le recordó inquietantemente a Yara. Entonces, para su sorpresa, su rostro se abrió en una sonrisa. Décadas se esfumaron en nanosegundos. Ahora podía verlo: era la madre de Yara, claro. La pícara inclinación de sus ojos, el juguetón movimiento de sus pestañas. Su cara podía estar llena de grietas como una casa en ruinas, pero los cimientos eran los mismos. Pómulos regios, nariz delicada. De la nada, lo inundó una ola cálida.

Se quedaron parados sonriendo como si fueran familia. En ese momento, sus labios se entreabrieron, produciendo el primer sonido que había oído de ella en toda la tarde.

"¿Perdón?" Se inclinó él hacia delante. Lleno de afecto, casi le acarició el hombro como lo hacía con su propia madre. Al principio pensó que hablaba otro idioma. ¿Su propio idioma? ¿Intentaba enseñarle algo?

El sonido se cristalizó en significado. Estaba hablando en inglés, profería dos palabras en inglés una y otra vez. " Sister-fucker ", decía. "Sister-fucker".

Hipnotizado, la vio escupirle las palabras no una ni dos, sino tres veces.

"¿Estás listo?" Yara bajó las escaleras al galope. Antes de que él se diera cuenta, estaban fuera de la puerta, con su brazo bajo el peso de la tarta.

"¡Vaya!" Yara estaba sonrojada, atolondrada. "No estuvo tan mal como me imaginé". Lo tomó del brazo. "Siento haberme puesto tensa. Se me hizo que era un gran problema. Pero les caíste bien, de verdad, me di cuenta".

"Mmm."

"¿Estás bien, bebé?"

"Sí, sí, todo bien". Tras una pausa, prorrumpió él: "¿Así que tu madre no sabe hablar inglés?".

"No mucho. Puede entender, pero dice que las palabras le amargan la boca".

"¿Así que no sabe ninguna... como palabrotas o algo así?"

Reaccionó con una mirada de sorpresa. "No sé. Aunque las supiera, no es que vaya por ahí usándolas". Un signo de interrogación comenzó a formársele en los ojos. Él se dio cuenta de que no lo quería. Su mano izquierda se acercó a la derecha, buscando el hueso de la muñeca.

Fue entonces cuando Michael lo decidió. Nunca jamás sería él quien provocara que sus dedos se desquitaran con sus huesos. Su relación era poesía y belleza. Era una comunión espiritual, una versión feliz deParís, Texas. Antes de que su mano llegara a su destino, se abalanzó sobre la parte interior de su codo y le hizo cosquillas en el doblez que él llamaba su "pliegue de bebé", para que la gloriosa melodía de su risa ahogara todo lo demás.

Seis semanas después, se casaron.

 

Harry Dean Stanton como Travis en París, Texas, de Wim Wenders (cortesía de Argo Films).

El tiempo se aceleró para Michael cuando se casó. Una lapso de vida normal ya no le parecía suficiente: necesitaba al menos 300 años para vivirlos con Yara. Cuando le contó esto, ella se rió y dijo: "He estado pensando lo mismo".

Esta cuestión psíquica ocurría a menudo. No era sólo una forma de hablar cuando decía que ella formaba parte de él: podía sentirla dentro de él, como si habitara en sus glóbulos rojos. Si ella se golpeaba un dedo del pie o se cortaba un dedo, él gritaba de dolor, y a ella le pasaba lo mismo con él. La gente les llamaba par de mensos.

Curiosamente, este fenómeno no se extendía a las enfermedades. Como si sus sistemas inmunológicos hubieran llegado a un acuerdo, nunca se contagiaban la tos o el resfriado: un solo cuerpo pagaba por los dos. Prueba de ello fue que Michael se vio afectado por una cepa de gripe que estaba en los titulares ese otoño, mientras que Yara permaneció indemne.

"Estoy preocupada por ti", le dijo, acariciándole la cabeza mientras yacía inmóvil en la cama. "Ha pasado más de una semana".

"Me pondré bien". Su voz era un eco delgado. La cabeza parecía haberle emigrado a otro sistema solar, volando y flotando entre las estrellas, chocando contra planetas lejanos, palpitando como un sol al rojo vivo. En cuanto a su cuerpo, apenas podía ir al baño y regresar.

"Al menos la fiebre ha bajado. Ojalá pudiera quedarme en casa contigo hasta que te mejoraras".

"No seas tonta. Ve a mover tu cofrecito para El Jefe. Tenemos que ahorrar por si ... "

Ella sonrió. Poco antes de que él cayera enfermo, habían decidido prescindir de los preservativos, el día del cumpleaños trigésimo primero de ella, que era dentro de tres semanas. No necesitaba una fecha oficial, pero a Yara le gustaban los hitos.

"Sigues tan débil como un gatito", dijo.

"Grrrrrr", respondió él, que sabía que la complacería. En efecto, la risa borró sus líneas de preocupación.

Yara volvió al trabajo al día siguiente. Había dejado una llave con su vecino de arriba, Terry, un entrenador personal que sólo parecía entrenarse a sí mismo. A la hora de comer, llegó para calentarle una sopa a Michael: "No te preocupes por los gérmenes, Mike, no he tenido ni una flema desde que empecé a tomar mi nueva proteína en polvo; te lo digo, me ha convertido en Wolverine".

Cuando Yara llegó a casa, le trajo un plato de digestivos de chocolate oscuro -la única comida que podía digerir aparte de la sopa- y le contó su día. Cuando se levantó para llevarse el plato, le comentó: "Mi madre también está preocupada por ti".

"¿En serio?"

A Yara se le ensombreció el rostro. "Sí, en serio. Ella no es un monstruo, eh".

"Nunca dije que lo fuera".

Yara hizo girar el plato entre sus manos. "Sé que no te habla mucho, pero es la barrera del idioma".

"Lo sé. No me importa". Desde su primer encuentro con la Cartílagos, se había esforzado por evitar estar a solas con ella. Cada vez que iban a casa de los padres de Yara, se pegaba al doctor. El amable y cortés doctor, que, confusamente, había empezado a llamarle "doctor" también, ascendiéndolo de "señor". Dos doctores en la casa, ninguno de ellos médico. Mientras tanto, la Cartílagos se aferraba a Yara como un niño de cuatro años que se reencuentra con su cachorro robado.

Yara suspiró. "Mi madre es medio rara a veces. Pero, ya sabes, tuvo una infancia dura".

"¿Cómo está eso?"

"Tenía diez hermanos, cinco murieron jóvenes. Los cinco equivocados, si me preguntas. Los otros la atormentaban. Uno en especial... le hizo cosas horribles, aunque ella nunca dirá qué. Lo llama shaytan-'demonio'".

"Está de la mierda. Lo siento." Realmente lo lamentaba. Nadie se merecía algo así.

"Es curioso, una vez me dijo que le recordabas a uno de sus hermanos".

"¿Cuál?"

"No me dijo."

Parecía a punto de decir algo más, pero se detuvo, con expresión preocupada. Eso lo dejó pensativo hasta que, tras una pausa, ella prosiguió: "En fin, está preocupada por ti. Aunque puede que sea por lo de andar de gripe porcina en gripe porcina. El cerdo le da mucho miedo. Una vez comí jamón por accidente en una fiesta de cumpleaños en la guardería, sin darme cuenta de que no debía. Durante semanas, no dejó de controlarme cada noche en la cama, abrazándome y besándome como si hubiera tragado lejía o algo así...".

Azuzada por otros recuerdos, Yara dejó el plato y le contó más historias de su infancia. Él se fue durmiendo tomado de su mano, reconfortado por los altibajos de su voz ligera y animada.

Dos días después podía acostarse en la cama ligeramente reclinado. Su enfermedad se estaba volviendo aburrida. La razón de guardar cama era disfrutar: leer, ponerse al día con el correo electrónico, ver películas. Le apetecía la hermosa melancolía de París, Texas, reconectar con esa parte de su alma. Habían pasado dos años desde que la había visto con Yara. Ahora la vida era ajetreada. Quizás estaba listo para ir al sofá...

Cinco minutos más tarde se metió de nuevo en la cama, con la cabeza aturdida.

Poco después del mediodía, una llave giró la cerradura. Era Terry, haciéndola de Florence Nightingale de a diario. Hoy más temprano que de costumbre.

"Hey, Rey Sol", gritó Michael.

No hubo respuesta. Unos pasos ligeros surcaron el vestíbulo como si hubiera entrado un gato.

"¿Terry?"

Ni un sonido. Contuvo la respiración. Su mala suerte. ¿Cómo iba a defenderse de un intruso en este estado?

La puerta del dormitorio crujió al abrirse. Los músculos de Michael se tensaron. Se preparó para saltar.

Un pequeño bulto negro se deslizó dentro. La visión era tan insólita que al principio pensó que estaba alucinando. ¿Qué hacía aquí? Nunca venía sola.

"¿Hola?", saludó él. Brotó como pregunta.

Depositó una bolsa de plástico azul al pie de la cama de una forma enérgica, profesional, como una enfermera haciendo su ronda. La bolsa produjo un fragor al posarse. Luego se le acercó al lado de la cama y lo miró.

"Hola", insistió él. Se le ocurrió que ahora sería un buen momento para saber cómo llamarla.

Ella lo saludó en su idioma, utilizando una frase que Yara ya le había enseñado. Él respondió del mismo modo, satisfecho por haber recordado las palabras en medio de su padecimiento. Pero, ¿por qué estaba ahí?

A modo de respuesta, ella metió la mano en la bolsa y sacó una bolsa de plástico transparente llena de hierbas secas.

"Cocina", dijo en inglés. "Hacer mejor".

Era lo más que le había oído desde que lo había llamado "hermana folladora". Así que Yara estaba en lo correcto, su dolencia le había despertado la preocupación por él. Tal vez la cuestión de la hermana-fucker había sido un terrible malentendido. ¿De su parte? ¿De ella? ¿De ambos?

Desapareció del dormitorio. Unos segundos después, oyó hervir la tetera.

"Beber", ordenó ella, al volver con una taza humeante. El líquido hirviente olía terrible, pero parecía purificarle la garganta.

Volviendo a meter la mano en la bolsa, la Cartílagos sacó un incensario de arcilla y un pequeño trozo de papel de aluminio. Incienso y carbón. La había visto hacerlo en su casa: ir de habitación en habitación agitando el incensario y murmurando oraciones en voz baja. A veces pasaba el incensario alrededor de la cabeza de Yara, mientras ésta se hacía un ovillo y cerraba los ojos. El ritual lo ponía nervioso.

"¿Y si te cae una brasa en la cabeza?", le había preguntado una vez a Yara.

"No te preocupes", dijo. "Mi madre tiene manos firmes. Confío en ella".

Una vez más, la Cartílagos desapareció en la cocina. Oyó él un fogón chisporrotear y apagarse tres veces. Cuando regresó con el humeante incensario, extendió el brazo exclamando: "Cerdo".

Iba a limpiar el aire de la gripe porcina. Él mostró su pulgar hacia arriba, aunque se preguntó tardíamente si era un gesto grosero en su cultura. Tal vez había algo de valor en estos rituales. Incluso a su madre le gustaban los remedios tradicionales.

Mientras el humo dulzón llenaba la habitación, observó las hábiles manos y el ceño fruncido de la Cartílagos. Su expresión absorta le recordaba a la de Yara concentrada en alguna tarea.

Era extraño tenerla tan cerca. Quiso poder hablar con ella, preguntarle sobre su vida. Acerca de los buenos hermanos que habían muerto. De los malos que habían sobrevivido. Qué le había pasado, a qué hermano él le recordaba...

El incienso debía de estar afectando su cerebro, deshilachando sus pensamientos. A través del humo, la anciana sonrió, el círculo se cerraba.

¿Cómo era que se llamaba?

Con las extremidades pesadas, él se sentía flotar en un lugar en el que el tiempo se desenredaba. La sonrisa de la anciana le borraba los años. Le mostraba quién era: una muchacha de ojos danzantes y mejillas redondeadas. Su sonrisa le daba el rostro de un ángel. Su ángel, Yara.

Unas manos borrosas hurgaban en una masa azul. Los colores rebotaban como luz del sol sobre un lago. ¿Estaba dormido o despierto?

Una sombra cayó sobre él. La anciana canturreaba, sostenía algo que chapoteaba como el mar. Salpicaba sobre las sábanas como el mar.

Un olor agudo y acre le atravesó las fosas nasales. Hirió sus pulmones. Que se vaya, que desaparezca, que se vaya...

A los pies de la cama, la mujer se inclinó alzándose. Sus manos firmes, pequeñas, con una cajita amarilla. ¡Una escofina y un bufido! Dios mío, Dios mío, Dios mío. Los ojos encendidos, llenos de regocijo. Una voz siseante: "Shaytan... shaytan".

Mientras el calor le abrasaba los pies, intentó gritar, pero no emitió ningún sonido. El sueño lo había inmovilizado en un lecho de flores ardientes.

 

Travis (Harry Dean Stanton) en las vías del tren en París, Texas, de Wim Wenders (cortesía de Argo Films).

El espacio se precipitó y retrocedió. Sabía que algo así había ocurrido antes, en una película, su película. La película que era parte de él, y de la mujer que amaba. Oh, Yara, oh Yara. Alguien corriendo, algo ardiendo. Se agitó y se aferró al recuerdo, pero se le escapaba de las manos. París, Texas. París, Texas...

*

 

Cuando despertó, Yara estaba a su lado, pálida y con los ojos rojos, enmarcada por una cortina empolvada de azul. Las luces le hicieron a él parpadear. Luces de hospital. Ella le besó la mejilla y se sentó sujetándole la mano. Pasaron algunos minutos hasta que susurró: "¿Qué pasó?".

Sus labios emitieron un chasquido al separarse. Con el cerebro revuelto, se quedó mirando el techo de paneles blancos.

Llorando, Yara se llevó la mano a la muñeca derecha. "Terry te salvó. Las sábanas estaban empapadas de alcohol blanco. Dos segundos más y el fuego te habría alcanzado. Él lo apagó justo a tiempo. Dijo que mi madre estaba allí, ¿es cierto? ¿Huyó? No me digas que ella... ¿a propósito?"

Incapaz de soportar su mirada, apartó la vista. Cuando la miró de nuevo, sus ojos estaban fijos en los suyos, suplicantes. A través del delgado jersey de cuello alto, su pecho subía y bajaba en respiraciones poco profundas.

Un nervio se crispó en su frente. Los segundos se estiraron elásticos y la realidad se hizo añicos: La Cartílagos le había estado ayudando a quitar chicle de la colchaél había estado limpiando un juego de pinceles mientras estaba en cama con gripe ; a una botella de aguardiente le habían crecido alas y había lanzado un ataque kamikaze contra él. En cuanto a por qué se había encendido la cerilla...

El pecho de Yara dejó de moverse. Sintió la tensión de sus costillas como si fuera suya. Pero estaba demasiado cansado y magullado para darle lo que quería.

"Sí", dijo. Juntos, se estremecieron.

"De acuerdo". Ella asintió con fuerza. "Hablaremos más tarde". Sin alegría, se rió. "Debías de estar delirando. Terry dijo que cuando estabas tumbado en su coche, no parabas de gritar: '¡Travis o Jane! Travis o Jane!'"

"Ah. Sí."

"¿Qué era eso?"

"Nuestra película. No podía recordar cómo iba. Si fue Jane quien prendió fuego a la caravana mientras Travis estaba en ella, o al revés".

"¿Qué película? ¿Quiénes son 'Travis' y 'Jane'?"

Se miraron fijamente.

"París, Texas", se oyó decir él mismo. "Nuestra película".

"Ah." Se quedó pensativa un momento. "No la recuerdo bien. ¿Era esa en blanco y negro con Johnny Depp?"

Él guardó silencio.

Tirando de un hilo suelto de su falda, Yara dijo: "Qué casualidad que se te haya ocurrido entonces".

Pasó un rato antes de que respondiera. "Tal vez fue porque alguien trató de prenderle fuego a otra persona".

Ella se estremeció. Esta vez él se quedó quieto.

Mientras él yacía débil y frío, Yara habló de otras cosas. Dijo que su madre y su hermana estaban de camino, que las dejaría y que volvería más tarde. En el hospital lo tenían en observación, le comentó, le darían de alta por la mañana; creían que había bebido por error alguna cosa de hierba para dormir. Le dijo que tenía el resto de la semana libre para cuidarlo. Le dijo que el doctor le mandaba su cariño y que estaba angustiado porque estaba en el hospital.

Entonces empezó a llorar de nuevo. Le dijo que era una parte de ella y que le dolía mucho verlo allí tirado. "Ojalá hubiera sido yo", dijo. "Dios mío, ojalá hubiera sido yo".

Pero Michael no estaba escuchando. El tiempo había vuelto a cambiar de forma, y ahora la vida parecía larga. Larga, extraña y solitaria. Abrumado por el cansancio, cerró los ojos. Mientras se quedaba dormido, se refugió en algo profundo de sí mismo. Algo que ahora sabía que le pertenecía a él y a nadie más.

 

Ola Mustapha nació en Londres y pasó parte de su infancia en Egipto, antes de regresar a Inglaterra. Estudió economía y japonés en la universidad y luego se trasladó a Japón, donde enseñó inglés durante varios años. Ahora vive en Londres y trabaja como editora. Ha publicado cuentos en revistas literarias como Aesthetica, Storgy y Bandit Fiction.

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