"Eleazar" - un cuento de Karim Kattan

15 noviembre, 2022 -
Una familia palestina se desintegra misteriosamente mientras la violencia impregna el valle en el que residen.

 

Karim Kattan

 

El amanecer es realmente extraño, ¿verdad? Un momento tan poderosamente extraño. Incluso en medio del dolor, uno se siente esperanzado al amanecer, ¿no? Es como un despegue. Mariam estaba feliz de contar a sus invitados lo que quisieran saber. No era de las que se esconden. Nunca entendió la necesidad de hacerlo. Y ahora, de todos modos, ¿qué tenía que perder?, se preguntaba, mirando por la ventana de la cocina hacia el patio, a la sombra de la higuera. Bueno, sí, estaba el pequeño asunto de cómo habían muerto sus padres. Mariam se dio cuenta. Era espeluznante -incluso perturbador- lo parecidos que eran. La manera brutal; uno sentía que era el trabajo de alguien que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Sorprendente, esta similitud. Mentiría si fingiera lo contrario; y mentiría si no dijera abiertamente que sintió como si le hubieran dado un puñetazo en las tripas cuando la llamó la policía.

Pero estas cosas ocurren a menudo. Había oído en alguna parte, o tal vez leído en el periódico, que era la principal causa de muerte en esta región. Bueno, después de recibir un disparo en la cabeza por un soldado, es decir. Pero ese es otro tema. De alguna manera, eso parecía habitual, menos siniestro.

¿Es cómoda la silla? Mariam lo siente, no los esperaba tan temprano. ¿Quieren un poco de salvia? Ella prepara una olla todas las mañanas. Saben, por eso sus padres la llamaron Mariam porque todo lo que su madre quería beber cuando estaba embarazada era salvia, maramiye. ¿No es gracioso? Siempre se ha sentido muy, hizo una pausa, buscando a tientas la palabra, conectada a esta hierba. Echa mucho de menos a sus padres, sobre todo ahora. Ahora está sola. Nunca había estado tan sola.

Cuando Zar y Marta aún estaban aquí, claro que había mucho ruido y Marta podía perder los estribos en cualquier momento, pero al menos era una familia, ¿no? Y por la noche, ella vertía salvia en esas pequeñas tazas oxidadas y Zar se lo bebía en silencio y Marta estaba demasiado ocupada haciendo esto y aquello y su té se enfriaba y entonces Mariam tenía que preparar una nueva tetera, pero Marta acababa por no bebérselo nunca porque nunca podía sentarse a beber salvia; así era ella.

La salvia es del jardín. Sí, por supuesto, dijo Mariam, ella puede responder a cualquier pregunta. No tiene nada que ocultar. Sabe que todo el mundo en el pueblo pensaba que Zar era tonto. Era lento, a veces tartamudeaba; y cuando se emocionaba (qué raro, sólo entonces), ceceaba un poco. Sonreía con facilidad y rara vez se enfadaba. Un niño dulce, un niño dulce. No gritaba cuando alguien se colaba delante de él en la panadería. Esperó pacientemente cuando una persona tras otra, en la farmacia, le pasaban por delante, le empujaban a un lado, a pesar de que llevaba allí más de quince minutos. La gente lo consideraba un signo imperdonable de debilidad. Mariam, sin embargo, no estaba de acuerdo. Zar era manso, tal vez. Sí, ésa es la palabra, y no es ésa una cualidad, preguntó. A veces se aleja, sin más.

Marta, en cambio, no pensaba que Zar fuera a la deriva. Marta pensaba que Zar era un inútil. Nunca lo dijo, pero lo dejó bien claro. (Mariam pensaba que Marta no lo demostraba a propósito; simplemente encarnaba a voz en grito todo lo que Zar no era). Se abalanzaba en el supermercado, mientras Zar esperaba, y se colaba en la cola, gritando y chillando, y arrastraba a Zar con ella. Ella... bueno, ya sabes... siempre sabía lo que quería y lo que creía que era mejor para todos y él es . .. bueno -Mariam hizo un gesto con la mano, como espantando moscas-. Él es Zar, ya sabes. No es que se odiaran. Simplemente... bueno, yo diría que no se llevaban bien, sí. Algo así. Mariam frunció los labios con pesar.

Mariam había aprendido, pronto y con rapidez, que para sobrevivir había que difuminar los límites del propio conocimiento. Fingir que no se sabe; fingir que no se ha estado exactamente allí y que, para empezar, no se tiene opinión. Lo había aprendido de niña, cuando sus padres -y a menudo Marta con ellos- estallaban como volcanes y Zar se iba a algún lugar del bosque. (Llegar al bosque, desde aquí, era todo un paseo. Que lo hiciera todos los días era un testimonio de los destellos de terquedad de Zar). Para Mariam, lo más fácil era quedarse quieta y no intervenir nunca. Cuando intervenía, lo hacía de la forma más inocente; con una voz como un masaje en las sienes, como un silencio en el alma, una pedicura refrescante contenida en un par de sílabas.

Mariam había desarrollado conscientemente esta voz. La había moldeado a base de ensayo y error. Su voz natural era monótona, como la de Zar (pero la de Zar era desconcertante, es cierto, como una voz no del todo humana). Había aprendido a modularla para que resultara tranquilizadora.

Mariam se consideraba una superviviente. Zar y Marta, en cambio, a pesar de sus diferencias, no lo eran. Y luego estaba el asunto de... ya sabes. De cuando Marta perdió los estribos, aquella vez, cuando estaba realmente mal. Sí, eso fue algo. Mariam suponía que Zar sabía que no era culpa de Marta; ella era así, él decía, ella decía, todo el mundo lo decía. Como si su propio ser fuera un aullido. Pero tampoco la perdonó nunca.

En cuanto a Zar, bueno, era fantasioso, ya sabes. Veía cosas. Sus padres, eran muy simpáticos, sí, lo hicieron lo mejor que pudieron, como todos los padres, dijo pensativa. Todos los padres hacen lo que pueden. ¿Alguna vez te has parado a pensar en lo mal que está el mundo para que los humanos tengan que ser padres? ¿Y si, por ejemplo, tuviéramos otra especie, mucho mejor que la nuestra, mucho más evolucionada, que pudiera ejercer de cuidadora y tutora de los hijos de los humanos hasta que alcanzaran la mayoría de edad? ¿Saben? Todos estarían mejor adaptados, ¿no? Mariam pensaba a menudo en eso; ése era el defecto fundamental de la sociedad, que teníamos que criar a los nuestros.

Lamentó el fuerte olor. Muskroot. Es un olor que le gusta, rocía un poco en cada rincón de la casa cada mañana. Vivifica el aire. Limpia. Esa palabra, le encanta: limpiar. Sí. Le gusta el olor a almizcle, pero conoce a gente a la que no le gusta. Suele rociarlo a primera hora del día, ya que el olor se habrá evaporado cuando reciba a sus primeros invitados. No esperaba que llegaran tan temprano.

Y sí, bueno - ahora, no hay nadie en casa para beber la salvia con ella. Pero tiene a todos sus vecinos. Mariam disfruta de una vida tranquila en su jardín, pero es agradable tener hábitos compartidos con los demás. Se crea un sentimiento de comunidad. Y este pueblo, esta casa de aflicción (¿o eran higos? Nunca pudo recordar de dónde venía el nombre de la ciudad), este valle del vicio donde vivían, donde ni los cónsules calvos y engreídos ni sus serviles ayudantes; ni los generales ni sus secuaces se atrevían a poner un pie excepto para comprar una mujer o una pieza barata para sus coches, podía revelarse bastante acogedora a veces. Los vecinos se ocupaban de ella. No es que lo necesitara, pero era agradable que la cuidaran, ¿sabes?

De todos modos, lo que ella piensa, sobre todo, es que fue muy desafortunado que Zar fuera un hombre y Marta una mujer. Si hubiera sido al revés, cree Mariam, las cosas habrían ido de otra manera. Y cree que ambos lo sabían. Sabían que, de algún modo, habían sido intercambiados justo antes de nacer, que se había producido algún tipo de fallo cósmico, un error si se quiere. Y a veces, cuando Mariam piensa en ello, se imagina que esa fogosidad, esa electricidad, que irradiaba Marta era el resentimiento que sentía porque Zar, de alguna manera, había ocupado su lugar. Una usurpadora. Esa era la raíz de su violencia.

Mariam siente que debe insistir en ello, los invitados no lo entenderían de otro modo. Violencia, dijo, otra vez. Ya sabes dónde vivimos. Está a nuestro alrededor. Está en el aire que respiramos, está en nuestros músculos. Así que, sí, naturalmente, nuestros padres lo eran, y Marta también, y Zar a veces también, y... bueno, ella misma, Mariam, no estaba más allá, gritaba de vez en cuando, por qué, de hecho una vez le gritó a Marta tan fuerte que deberías haber visto la expresión de sorpresa en sus ojos, que se transformó en miedo, luego en indignación, sí, indignación porque Mariam le gritara; Marta era así, pero no lo hacía con mala intención, no sabía (Marta, no sabía) lo que quería; lo hacía todo a la fuerza sin saber apenas lo que hacía, y toda su vida había sido como una tirita para su infancia. Sí, así es, una tirita a una infancia en la que no había nacido varón, y agachaba la cabeza cuando pasaba junto a los soldados, y tragaba día tras día la embriagadora mezcla de vergüenza, violencia, miedo, delante de esos soldados y...

Vaya, lleva un rato parloteando. Cuando empieza a hablar, es verdad, no para. No sólo eso, sino que cuanto más habla, menos sentido tiene; y al día siguiente, se siente muy estúpida, y tan inarticulada. A menudo pensaba en lo oscura que era la noche por estos lares. Claro, la gente de la ciudad había construido todas esas carreteras que llevaban a la ciudad, y las habían revestido con esas grandes lámparas. Todo era muy moderno. Tan moderno que parecía de otro país. (¡Las autopistas! Tan limpias, tan infinitas, una promesa de eternidad. ¿Quién tiene autopistas así?) De todos modos, los chicos del pueblo ya habían empezado a robar los cables eléctricos de las farolas, y a veces trepaban para desenroscar las bombillas y venderlas en el mercado. Y claro, el puesto de control a la entrada del pueblo proyectaba un reflector que les molestaba todo el tiempo. Sin embargo, la noche seguía siendo completamente negra. No sabía cómo era posible. Algún tipo de extraña magia que protegía, por la noche, a los chicos de los soldados.

Mariam quiere insistir en el hecho de que lo que hacen los soldados no es detener a los chicos, sino secuestrarlos. Espera que a los invitados no les moleste que sea tan enfática al respecto, es importante. También es importante entender que ella, Zar y Marta han crecido con el miedo a ser secuestrados por soldados con armas de alta tecnología que disparan rayos láser en el cielo nocturno y llevados a algún lugar donde los reflectores y los focos no dejan de quemarles los ojos, de taladrarles el alma. De todos modos, decía lo espeluznante que era, que todas las luces nocturnas parecían autocontenidas: el reflector de los soldados no podía escarbar en la solidez de la noche. La oscuridad era de otra esencia que la luz. Y así, había tomado la costumbre de rociarse con almizcle para saludar a la luz del día y agradecer a la noche sus pequeñas gracias.

Hay una brisa agradable esta mañana. Mariam está disponible hasta las diez, luego tiene otros invitados que deben venir. Imm Nabil, su vecino. Esta, viene todos los días. Es muy amable de su parte. En cualquier otro pueblo o ciudad la habrían rechazado, lo sabe, por su trabajo y por el asunto de sus padres y de sus hermanos. En otros pueblos habrían pensado que Mariam se lo merecía, que todo era culpa suya. Pero aquí no. Aquí había una especie de seguridad. De todos modos, Imm Nabil no llegaría antes de las diez. Mariam cree que los invitados disfrutarán de la sombra de la higuera, sentémonos fuera un rato.

Lo curioso de Zar y Marta es que ambos tenían una relación muy peculiar con este árbol. Zar hablaba con él, en susurros, cuando creía que nadie le veía (a menudo, era en plena noche o justo antes del amanecer). Pero Mariam lo veía todo. Se pasaba la vida viendo y atendiendo a los demás, así que sí, oyó a Zar, ese hombre corpulento y macizo, con sus grandes bíceps, su enorme y musculosa espalda, su pelo rizado (parte de él blanco; ¿pueden creer que el hombre del que habla tiene cuarenta y pocos años? Parece que esté hablando de un adolescente); ese hombre, a cuatro patas, susurrando cosas a la higuera con su voz cantarina y su ligero ceceo. En cuanto a Marta, odiaba el árbol. Se negaba a comer sus higos. Cuando se enfadaba, incluso amenazaba con talarlo. Talado.

Mariam siempre había esperado que tanto Marta como Zar pudieran curarse. Sus heridas eran tan profundas, tan insondables; pensaba que ni ellos mismos podían entenderlas. Probablemente no tenían ni idea de que tenían esas heridas. Creían que eran dos continentes en guerra, pero en realidad sólo eran dos heridas abiertas incapaces de verse o entenderse. Mariam sabía que ambos estaban ligeramente torcidos por dentro, y esta torpeza les causaba mucho dolor. A veces las cosas son imposibles de curar. ¿Cómo se puede vivir así sin ninguna esperanza?

Los tres, siempre al límite, siempre a punto de estallar. Bueno, Marta sobre todo. Zar estaba ausente, y Mariam intentaba suavizar las cosas. En sus días buenos, Marta era encantadora, aunque egocéntrica. Pero en sus días malos, era tan aterradora que Mariam ni siquiera tenía palabras para describirlo. Y un día después, volvía a la normalidad. Como si no hubiera pasado nada. Mariam creía de verdad que Marta había olvidado. Ella podría decir todo esto ahora, pero en aquel entonces. Bueno, Mariam se había convertido en algo así como esas máquinas que pueden predecir terremotos, ¿sabes? Captaba la más mínima variación en el tono de Marta, cualquier, microscópica arista; y sabía cuándo era el momento de esconderse.

Aún falta un poco para que llegue Imm Nabil. Está haciendo un poco de calor, pero aún hace un fresco delicioso bajo la higuera. Ah, Zar tenía una relación peculiar con el tiempo. Flotaba en él. Mariam pensaba que era más fácil cuando sus padres estaban vivos. Mucho más fácil, sí, porque parecían organizar su tiempo, el de Zar, sobre todo; y catalizaban la energía de Marta. Cuando murieron, Zar no lloró. Era un chico sensible, sólo que no sabía cómo demostrarlo. Así que, obviamente, aquí la gente pensaba que era un loco con cara de piedra y corazón frío. Pero Mariam sabía que no era así.

Marta, por su parte, estaba destrozada. Se había pasado la vida en un conflicto permanente con ellos y, sin embargo, sus muertes la habían desestabilizado por completo. Sí, de algún modo, supuso Mariam, ambas se deshicieron después de aquello. ¿Cuándo se volvió venenosa la relación entre Marta y Zar? Se quedó pensativa un rato. Ocurrió de la noche a la mañana. Las vidas humanas son un misterio. Probablemente después de la muerte de sus padres. Algo falló; algún equilibrio secreto se rompió para siempre.

Pero también vivimos en un lugar tan venenoso, añadió Mariam. Ya sabes, fingimos que no es un problema, hacemos creer que estamos bien con ello y que encontramos formas de sobrevivir, pero en realidad, ver a estos soldados, estos rifles día tras día; esta amenaza constante, está destinado a volverte un poco loco. En este pequeño rincón - perdóname, es verdad - de un imperio, realmente, ¿cómo se supone que uno no sea violento? Verás, la cosa es que ella ha estado pensando en la violencia durante mucho tiempo. Y le parecía, ahora, que la violencia se filtra en todos los aspectos de la vida de uno. Violencia contra los soldados, pero también contra la casa (algunos días sólo quiere coger un pico y lanzarlo contra los muros de piedra), contra los vecinos, el hermano, la hermana, contra uno mismo. Todo es una gran red de violencia, en realidad, y hay que tener cuidado. Marta era así, tenía la violencia enroscada en su interior, lista para saltar en cualquier momento. Incluso en su estado más tranquilo, su voz prometía tormentas. Zar, por otro lado, bueno, Mariam suponía que su violencia era un poco más insidiosa. Zar se atacaba a sí mismo, a su alma, pero a nadie más. Sus arrebatos destrozaban su espíritu. Una vez le dijo -ella lo recuerda perfectamente- que a veces sentía como si una mano le apretara el pecho, los pulmones, y no pudiera respirar. Ella cree que dijo "a veces" por decencia, pero en realidad era siempre.

No es que Mariam fuera inocente o ingenua, en absoluto. Aquí no se puede sobrevivir así. No, pero sabía dónde quería atención y dónde no. Sabía -su trabajo se lo enseñó- cuándo cerrar los ojos y por qué. Y nunca dudó de sí misma o de su intuición sobre esas cosas. Lo había aprendido durante largos y difíciles años. Uno la ve sentada aquí, vertiendo salvia en estas viejas tazas, con un aspecto bastante apacible aunque, es cierto, un poco nerviosa, y piensa que siempre ha sido así. Pero no es así. Requería disciplina, aplastar cada estallido de ira en su interior y cada vez que quería soltarse y golpearse la cabeza contra las paredes. Quizá tuvo más suerte que Zar y Marta. Había algo que los dioses habían torcido allí. Ella no juzga, no le corresponde. Además, no era maldad. Era una profunda incapacidad para adaptarse.

Sabía que la gente tendía a pensar que era servil. No lo era. Simplemente sabía doblegarse cuando era necesario. Marta y Zar no podían doblegarse, ni siquiera sabían cómo intentarlo. Por eso, al final, se rompieron. Mariam también se preocupaba y se enfadaba a menudo, por supuesto; pero sabía esperar hasta que la marea se calmaba. Sabía esperar a que llegara la calma.

Zar - volvió a hacer una pausa. No deberíamos darle mucha importancia. Estaba loco por la luna, vivía en un oscuro y nocturno país de las nubes; alguien que se pasara el día susurrándole cosas a una higuera no haría eso. Mariam pensaba que la gente interpretaba demasiado las actitudes de Zar. Ella lo conocía mejor que nadie y sabía que no tenía nada de siniestro. Era blando, un cordero en realidad, no una víbora. Por supuesto, los corderos podían matar, sí, podían. Pero Zar no.

Una vez lo había estado observando, sentado bajo la higuera, justo aquí, donde están sentados, con la luna brillando sólo en una mitad de su cara, y pensó para sí misma que nunca lo había visto más fiel a sí mismo. ¿Mencionó que pensaba que estaba bien enamorado de la luna? Ella pensaba en eso a menudo, estos días. Cuando nació, un sacerdote errante entró en la casa y dijo que el niño tenía lunas en los ojos. Por supuesto, nadie debería creer a los sacerdotes errantes, y menos en estos lugares (y si erran, significa que alguien se lo permite. ¿Sacerdotes confabulados con soldados? Eso no le suena demasiado santo a Mariam). Pero Zar las tenía, las veía a menudo, esas pequeñas lunas danzantes en sus ojos. A veces eran hermosas, a veces aterradoras.

No, Zar nunca haría algo así. No su Zar. Esto se lo podía decir a los invitados con absoluta certeza. ¿No pensaban que ella quería que el asesino de su hermana fuera llevado ante la justicia? Sí, lo quería, aunque en este país no estaba segura de lo que valía la justicia. Pero lo que sabía, lo que quería decirles, lo que esperaba haberles demostrado, lo que realmente creía, era que Eleazar no lo había hecho.

 


 

El sonido del agua. Borbotones, corrientes libres, arroyos lejanos y cercanos. Se agazapó en la hierba alta y cerró los ojos. Un complejo sistema de canales, pequeños y frondosos jardines y puentes se extendía a su alrededor. Aquí arriba, en este acantilado, lejos tanto del pueblo como de la ciudad. Aquí venían a buscar agua cuando los soldados cortaban el suministro. Éste era el único lugar donde se habían divertido de verdad, los tres, hasta bien entrada la edad adulta, riendo, bailando en el agua, rociándose unos a otros.

A Eleazar no le disgustaba su casa, una ciudad donde se reunían las prostitutas, los ladrones, los traficantes de droga, y donde sus clientes venían a explotarlos. Nadie tenía la culpa de vivir en un lugar tan terrible. Era un lugar que ponía al descubierto lo profundamente viciado que estaba el mundo. Un antro de iniquidad, lo llamaban. Y era cierto. Salvo que todos los demás (los clientes y los ricos de las villas cercanas que a veces enviaban algo de dinero, comida o buena voluntad) lo convertían en un antro de iniquidad. A Eleazar le había parecido evidente que los cielos siempre serían amarillos como el polvo y que siempre viviría en aquella ciudad a medias, la basura de una nación que nunca llegó a ser. Mariam hablaba a veces de veneno, pero él pensaba, más bien, que era polvo. Sólo polvo, y basura.

Marta y Mariam le llamaban "Zar". Mariam lo decía con ternura, Marta con algo que sonaba, a veces, como desprecio. Le habían llamado Zar durante tanto tiempo que sintió que había perdido su nombre. Ahora estaba sentado con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en un árbol, y susurró: "Eleazar". Su nombre, resonando en las colinas, parecía una pequeña canción, un poco de música nocturna. Tenía algo de místico; un nombre realmente grandioso, el nombre de alguien que sobrevive; alguien que muere y vuelve a nacer; y otra vez; y otra vez; y otra vez. Uno que da testimonio de milagros.

La mayoría de la gente, en su opinión, vivía con una especie de voluntad de existir, una voluntad de hacer. Vivían con fuerza. Había rabia en ellos. Le costaba entender cómo no les agotaba. Había nacido en un país que no existe, en una ciudad que es inestable, siempre temblorosa y a punto de desaparecer; y había nacido -ahora lo veía- mal adaptado para la lucha que eso implicaba. Le había privado de toda voluntad de cambiar el mundo que le rodeaba. Había aprendido, sobre todo de Mariam, a dejar al mundo en paz para que el mundo le dejara en paz a él. Era difícil; no siempre funcionaba. Convertirse en una sombra, a veces, era una apuesta. Pero había sido su vida.

Eleazar había reflexionado largo y tendido sobre la vida y la muerte y había llegado a la conclusión de que algunas personas merecían morir. Merecían que se acabara con su miseria. Era un noble regalo para dar y recibir. Se preguntó qué pensaría Mariam de aquello. Mariam estaba bien adaptada, era feliz. O, al menos, podía ser feliz. Sería feliz. Marta, en cambio, era exactamente como él. Estaba llena de miseria. Un poco más y habría empezado a derramar miseria, como un líquido, por la boca. Ningún tribunal de un mundo justo le reprocharía haberle hecho a Marta lo que había esperado toda su vida que alguien tuviera el valor de hacerle a él.

Había decidido hacerlo hacía mucho tiempo. Después de la muerte de sus padres. Años atrás, cuando se volvió loca durante un día y medio. Gritaba, amenazaba con cortarle el cuello como a un cerdo. Su piel cetrina y sus ojos oscuros. Era todo lo que podía hacer para no romper a llorar ante su aspecto lamentable. Y había decidido, entonces, que tal vez era mejor para todos, ella incluida, ayudarla... bueno, a superar la vida, en realidad. No hay más que hablar. Se preguntaba por qué los humanos le daban tanta importancia al asesinato. Qué palabra tan fea, además, que no hacía justicia a lo que había hecho. Debería haber una nueva palabra para diferenciar esto de aquello. El crimen de la bondad.

La palabra para lo que hizo fue suave como una pluma, y pesada como el amor. Era una botella llena de estrellas, un beso ligero en la frente de alguien cuando está profundamente dormido. Fue el único acto de verdadero desinterés que había hecho en su vida. Fue un acto tan inagotablemente bondadoso, tan por encima de cualquier cosa que Eleazar se creyera capaz de hacer, que le dio vértigo.

Eleazar, con la boca abierta, miró los árboles que bordeaban las orillas de los pequeños canales. Le pareció que la calidad del aire era diferente, que estaba cargado de otra manera, que su textura estaba hecha de átomos de otro planeta mejor. Y en la oscuridad de la noche, las ramas estaban resplandecientes, rosas y azules, como si mil luciérnagas mágicas se hubieran posado a lo largo de ellas y estuvieran dormitando.

Desde donde estaba sentado, también podía ver las luces de la ciudad que salpicaban el horizonte como una especie de pintura mágica. La ciudad, tan cerca de su pueblo y, sin embargo, a un millón de kilómetros de distancia. Y allí, un millón de vidas; algunas de ellas llenas de miseria, otras mejor adaptadas a esto, todas realizando sus actividades nocturnas.

Lo que aprendió hoy fue que amaba a Marta más plenamente, más hermosamente, que a Mariam. Porque había sido capaz de darle a Marta lo que nunca pudo darle a Mariam. Una parte de su vida. No se preocupó por Mariam, ella seguiría adelante, bebiendo salvia, limpiando la casa, viviendo modesta y cómodamente de lo que quedaba de la herencia de sus padres -y de la suya, y de la de Marta- hasta que todos se convirtieran en meras motas, recuerdos de dolor en la mente de la vieja Mariam. Olvidamos. Es el don más profundo que nos dieron los dioses: olvidar. Ella los olvidará; tal vez la senilidad un día, dentro de algunas décadas, la libere por fin del recuerdo de sus hermanos torcidos, doloridos, y entonces será libre.

Se pregunta, por un segundo, cómo fue el funeral. Sólo medio segundo, no más. Todo el pueblo debió asistir y Mariam debió parecer muy digna vestida de negro, de pie, sola, abandonada por todos los miembros de su familia, todos muertos o desaparecidos, sin más. La viuda de un país de muertos vivientes. Debía de oler a almizcle, que llevaba como una protección. No sabía si había mucho cuerpo que enterrar pero... prefería no pensar en eso. Había sido una tarea difícil de llevar a cabo, que se había obligado a sí mismo, con los ojos muy cerrados y los dientes apretados, a realizar hasta el final. Como lo había hecho unos años antes y... no, de verdad, no tenía sentido pensar en eso. Actos de desinterés. Ahora se merecía un poco de tranquilidad. Se lo debía a sí mismo.

Tenía un jardín, rosa y azul por la noche, que cuidar. Al menos tenía eso. Había consuelo allí. Marta no tenía nada dentro. Su alma (¡él lo sabía! lo sabía, y cuando ella lo miró con ojos oscuros y llenos de furia, él comprendió lo que le pedía que hiciera, y Mariam era demasiado inocente para comprenderlo a él y a Marta), su alma era un desierto, un desierto muy feo y estéril, y quizá en otro mundo, en algún otro universo, ella habría sido capaz de cuidar ese desierto, de convertirlo en un lugar pequeño y bonito, pero no pudo y todo lo que él hizo fue ayudarla. Todo lo que hizo fue llevar a cabo lo que ella le había pedido. Había sido, reflexionó, su última crueldad, pedirle que cargara con ese peso por ella.

La ciudad, lejos y abajo, brillaba tentadora. Y detrás de él, el pueblo estaba a oscuras (últimamente, los habitantes habían empezado a robar las farolas; parecía una broma, el último desaire a los citadinos que, arrogantemente, creían que les traerían la luz). En algún lugar estaba Mariam, felizmente sola (aunque aún no lo sabía; aunque creía echarlos de menos a él y a Marta), realizando sus tareas nocturnas antes de acostarse. Allí estaba Mariam, en quietud; allí estaba la serena Mariam. Pronto él desaparecería para siempre; y Mariam, una vez que el dolor se hubiera apaciguado, se volvería más pacífica.

La mano musculosa, que le había apretado los pulmones desde que tenía uso de razón, le soltó. Inspiró. El aire era nuevo. Era la parte más preciada de su alma, y aquí era libre.

 

Karim Kattan es un escritor palestino nacido en Jerusalén en 1989. Es doctor en literatura comparada por París Nanterre y escribe en inglés y francés. En francés, sus libros incluyen una colección de relatos, Préliminaires pour un verger futur (2017), y una novela, Le Palais des deux collines (2021), ambos publicados por las Éditions Elyzad, con sede en Túnez. Le Palais des deux collines recibió el Premio de los Cinco Continentes de la Francofonía en 2021 y fue preseleccionado para muchos otros premios. En inglés, su obra ha aparecido en The Paris Review, Strange Horizons, The Maine Review, +972 Magazine, Translunar Travelers Lounge, The Funambulist y otras. Kattan fue uno de los cofundadores y directores de el-Atlal, una residencia de arte y escritura en el oasis de Jericó (Palestina).

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1 comentario

  1. Me encantó esta historia, fue desgarradora. Me ha gustado mucho entender la relación entre los hermanos, que se ha plasmado de forma tan bella y con tanta precisión emocional. Nunca había pensado en matar a alguien de esta manera, como un acto de piedad, de bondad, de desinterés. El único acto de albedrío de un niño que nunca levantó la voz. Permanecerá conmigo. Al igual que beber té de salvia en tazas oxidadas y el olor a muskroot.....

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