Ser sin pertenecer: Una boda judía en Abu Dhabi

2 de julio, 2023 -
Una introspección sobre la pertenencia y el redescubrimiento de la fe en vísperas de la primera boda judía reconocida oficialmente en los Emiratos Árabes Unidos.

 

Deborah Kapchan

 

Demorada, una tarde del pasado otoño, con el sol y el calor aún altos, llegué sola al Yas Hilton de Abu Dhabi, uno de los muchos hoteles de cinco estrellas de mármol y candelabros que parecen haber brotado del desierto de la noche a la mañana. Iba vestida con mi traje más elegante: una chaqueta del color de los huevos del petirrojo, con hilos plateados que me llegaban hasta las rodillas en pantalones de pierna recta. Supuse que sería lo bastante conservador y festivo para la ocasión, pero en realidad no tenía nada más apropiado que ponerme. No tengo batas en mi armario. Tengo muy pocos vestidos lindos y, durante los cuatro años que he vivido y enseñado en los Emiratos Árabes Unidos, nunca he tenido ocasión de asistir a una boda, y mucho menos a una boda judía.

En Abu Dhabi abundan las anomalías, empezando por la propia ciudad. Hace sólo cincuenta años no había aquí más que unas pocas tiendas de pelo de cabra y campamentos de adobe en lo que de otro modo habría sido un archipiélago de arena salpicada de mar, un Golfo Pérsico salpicado de barcos pesqueros de madera que, al atardecer, atracaban en ruidosas filas en el viejo puerto. Antaño una economía basada en el buceo por las perlas y la recolección de dátiles, sus mercados se marchitaron a principios del siglo XX, cuando Japón creó las perlas cultivadas y California se puso a la cabeza de la producción mundial de dátiles. Décadas de pobreza siguieron, aquí en este país ahora repleto de hoteles de lujo y clubes náuticos, aunque los abuelos de mis alumnos aún cuenten historias de la vida antes de las villas privadas, los coches de último modelo y los dentistas.

Fue, por supuesto, el descubrimiento de petróleo en 1958 lo que dio origen al paisaje urbano de acero y cristal reluciente, justo al otro lado de la bahía de la isla conocida como Saadiyat ("felicidad" en árabe), donde vivo, una de los cientos de islas del archipiélago de Abu Dhabi. Declarada distrito cultural, Saadiyat alberga el Museo del Louvre del arquitecto vanguardista Jean Nouvel, un platillo de arte multicultural lleno de vegetación y salpicado de sol al que pronto se unirá el Guggenheim de Frank Gehry. También es la sede de la recién inaugurada Casa de la Familia Abrahámica: una tríada arquitectónica de iglesia, sinagoga y mezquita muy próximas entre sí.

El gobierno de los Emiratos Árabes Unidos, por su parte, invierte grandes sumas en reverdecer el desierto, sembrando las nubes para que llueva y plantando palmeras datileras, acacias, nim, ghaf y cidro, que sobreviven gracias a las transfusiones de agua de mar desalinizada, enrolladas como delgadas serpientes negras en la base de cada tronco. Es un desierto, sin embargo, el aire es densamente húmedo; las temperaturas estacionales fluctúan entre sublimes y sofocantes. Las playas bordean un mar azul verdoso donde los delfines saltan por encima del agua y las tortugas marinas ponen sus huevos en la arena, mientras que un poco más al interior, centros comerciales del tamaño de pequeñas ciudades cuentan con rampas para esquí y pistas de patinaje.

La población local es casi totalmente extranjera. Los emiratíes representan, cuando mucho, el 13% de su propia población. Todos los demás son trabajadores inmigrantes, desde los obreros de la construcción, en su mayoría pakistaníes, hasta los taxistas ghaneses y ugandeses, pasando por las niñeras y enfermeras filipinas, o los importados de cuello blanco, como los especialistas libaneses en medios de comunicación, los médicos del sur de Asia y Oriente Medio, y los ingenieros europeos, norteamericanos o sudamericanos contratados para trabajar en los sectores del petróleo y la energía nuclear. Después de que el gobierno de EAU lanzara un satélite en 2021, se encendieron carteles de neón en las calles de todo el centro de Abu Dhabi con la frase: "Árabes en Marte".

Aun así, incluso en esta tierra de lo más inverosímil, destacaba una boda judía en medio de una marea de kandoras y abayas. La invitación llegó por un camino un tanto sinuoso. Sabiendo que vivía y trabajaba aquí, unos amigos cercanos me pusieron en contacto con un amigo suyo, un bibliotecario y académico que vive en el emirato norteño de Dubai, quien me preguntó si quería formar parte de un grupo de WhatsApp con judíos de los EAU.

Como escritora para quien la expresión sagrada ha sido durante mucho tiempo un nicho, estas nupcias pendientes entre el rabino Levi Duchman y Leah Haddad, me parecieron importantes, pues simbolizaban no sólo el matrimonio de dos personas jóvenes, brillantes y religiosas, sino el potencial matrimonio de judíos y musulmanes en una nueva era en los Emiratos Árabes Unidos. Un momento que la historiadora Mahnaz Yousefzadeh llama un Renacimiento en esta parte del mundo. Un Renacimiento, o quizá una nueva Andalucía, la Edad de Oro islámica, cuando la cultura y la ciencia árabes lideraban el mundo, y judíos, musulmanes y cristianos convivían en la Península Ibérica.

Aunque la convivencia se exagera a veces en los libros de historia, está claro que los gobernantes de los EAU están haciendo esfuerzos conscientes por cumplir la promesa de aquellos tiempos, impulsando la paz con Israel al tiempo que promueven un mensaje de aceptación religiosa y multicultural en suelo emiratí. La palabra que emplean es "tolerancia", un término que implica cierta indulgencia hacia creencias y prácticas que no son las propias. De hecho, el gobierno ha creado un Ministerio de Tolerancia, mientras negocia un acuerdo de paz con Israel. Han acortado la semana laboral a cuatro (o 4.5) días y cambiado el calendario laboral para alinearlo con los mercados mundiales. Uno puede tomarse una copa de vino o un gin-tonic sentado en una terraza viendo cómo las bañistas en bikini retozan en la playa. Cuando llegué en 2018, esos avances aún no se habían producido. A diferencia de las democracias, aquí los cambios se producen con la rapidez de un decreto. Basta con tener un gobernante benévolo.

Aunque los Acuerdos de Abraham de 2020 han creado una distensión entre Israel y los EAU, Marruecos y Bahréin, las relaciones diplomáticas se rigen en gran medida por intereses económicos. Los vuelos directos a Tel Aviv desde Abu Dhabi permiten circular más libremente a hombres de negocios, turistas y peregrinos. Aun así, Renacimiento, renacer. ¿No es eso el matrimonio? Uno deja atrás su identidad singular y se convierte en uno solo con el otro, una nueva entidad. Puede sonar idealista, pero es un ideal que a muchos de los que viven aquí les gustaría abrazar.

Horizonte de Abu Dhabi visto desde la isla de Saadiyat (foto Typhoonski).
Horizonte de Abu Dhabi visto desde la isla de Saadiyat (foto Typhoonski).

Sin embargo, mientras conducía por la calzada que une las islas Saadiyat y Yas, acelerando a 140 km/h, me entró la ansiedad. ¿Estaba a punto de encontrarme con todos los judíos de Abu Dhabi, a punto de ser desenmascarada como una impostora de la fe, sin saber una sola oración en hebreo? Recordé los actos judíos a los que había asistido en el pasado, todos ellos en torno a mi padre, un carnicero kosher del Bronx. Su familia no era religiosa, pero como miembro de la comunidad tenía que presentarse en las celebraciones importantes. Aun así, mi abuela húngara, Stella, metía toallas bajo el dintel los sábados, el único día libre en la carnicería, para cocinar tocino, la más codiciada de las carnes estadounidenses. Eran ese tipo de judíos, irreverentes, incluso sacrílegos, pero ferozmente leales a los suyos.

Aunque me crié con mi madre cristiana, las preguntas en torno a mi identidad mixta seguían atormentándome. Recientemente había pasado por una fase de W.G. Sebald, leyendo historias sobre deportaciones de París a Terezin durante la Segunda Guerra Mundial, sobre miles de judíos de pie en el frío invernal, separados de sus hijos, despojados de todo lo que habían tenido, asustados e inseguros de cualquier cosa. Sabía que los judíos ortodoxos no me aceptaban en su clan, pues sólo reconocían el linaje matrilineal, pero también comprendía que Hitler y otros antisemitas no habrían tenido ningún problema en condenarme a muerte. Podría haber sido yo también, desamparada y odiada, en aquella multitud temblorosa.

Cuando llegué por primera vez a Abu Dhabi, había papeleo que rellenar y exámenes médicos que hacer: una radiografía de tórax y una prueba de sífilis y VIH. Aunque sabía que no tenía tuberculosis, siempre me ponía un poco nerviosa, y luego me aliviaba saber que había evitado el azote del sida. Recuerdo claramente cuando esas cuatro letras aparecieron en la portada de la revista Time en 1983. Yo vivía al pie de la cordillera del Atlas Medio en Marruecos, en una gran ciudad llamada Beni Mellal, y alguien, un estadounidense, me había traído el último número. Entonces no sabíamos muy bien qué era la enfermedad, pero sabíamos que se transmitía por vía sexual y que la gente se moría. Desde entonces, cada prueba del VIH, y ya han habido varias, es un recordatorio de las vidas que se han perdido y la suerte que he tenido de no haberme contagiado. Aun así, estaba claro que para residir en los EAU era necesario gozar de buena salud. No admitían dependientes del Estado.

Además de un examen médico, los solicitantes tenían que rellenar un cuestionario sobre su raza (caucásica), pero también sobre su religión. Y aquí me detuve. Mi madre era cristiana y mi padre judío, pero yo investigaba y practicaba con musulmanes sufíes desde 1994. Mi ex marido era musulmán laico, y estoy segura de que yo había repetido la shahada, el testimonio de fe -no hay más Dios que Dios y Mahoma es su Profeta- muchas veces. Teníamos que elegir entre las tres religiones del libro. ¿Cuál era yo?

No estaba segura. No había casilla para budista, aunque me incline por esas formas contemplativas, pues medito y practico yoga desde hace décadas. Es más, me sentía incómoda ante cualquier tipo de declaración de esta índole. ¿Y si yo fuera simplemente humana? ¿Espiritual? En los formularios no había categorías para identidades como esa. Cuando pregunté, me aconsejaron que no lo dejara en blanco, no fuera que me devolvieran la solicitud de visado. Pensé que cristiana era la menos controvertida y marqué esa casilla, aunque sentí una punzada de traición hacia mí misma. ¿Escondía mi identidad judía por miedo?

Pensé entonces en las décadas que había pasado investigando en Marruecos sin mencionar nunca mi herencia mestiza. Había visto cómo unos niños arrojaban guijarros a la última pareja judía que quedaba en Beni Mellal. "¡Al-hudi l-akhor! ", ¡Judío!, gritaban, mientras la pareja caminaba de la mano hacia la épicerie, el mercado que tenían en el centro de la ciudad, con pequeñas piedras esparciéndose en dirección a sus pies. Sin duda habían decidido no emigrar a Israel en 1967 (cuando la mayoría de los demás judíos marroquíes se marcharon) porque tenían un negocio próspero, y la gente los frecuentaba tanto o más que a los otros tenderos de la ciudad, ya que sus precios eran competitivos. Tenían que serlo. Pero el zumbido subsónico de los prejuicios formaba el sustrato de sus vidas, y vi de primera mano cómo se inculcaba el racismo en mentes jóvenes e inocentes. No quiero ni pensar lo que le ocurrió al cónyuge superviviente cuando el otro murió.

La invitación a la boda recomendaba que usara el servicio de estacionamiento, así que me orillé justo en la banqueta de la entrada y me bajé. Delante de mí, un hombre con traje negro y borlas rituales(tzitzit) colgando bajo los lados izquierdo y derecho de su camisa, sacó una carriola de su coche, mientras su esposa, con un vestido de poliéster color pastel hasta los tobillos, sostenía al bebé. Me fijé bien y vi que ella llevaba peluca. Seguí a la pareja hasta el hotel y pasé mi maleta por el control de seguridad. Naturalmente, la seguridad sería estricta. Al fin y al cabo, se trataba de una boda judía en Abu Dhabi, un país árabe del Golfo donde los judíos son una minoría muy pequeña. Pero, ¿se trataba de una boda jasídica?

Me vino a la memoria una imagen de mi pasado. Acababa de regresar a Nueva York tras 20 años de ausencia y estaba en el Jardín Botánico de Brooklyn con mi recién nacido. Era marzo, una primavera fría, y mi hijo Nathaniel estaba abrigado en una carriola que su padre había encontrado en Ebay, de esas con ruedas grandes y cuna de metal lacado de los años cincuenta. Acababa de dormirse, con el sol de la tarde cayendo sobre su carita angelical, cuando un grupo de niños jasídicos prepúberes y su profesor entraron en los jardines. Llevaban largos abrigos negros, sus payot colgando a un lado de las mejillas aún suaves, fedoras negros sobre los pequeños cráneos. Caminaron por la acera que bordeaba lo verde hasta llegar al final, y entonces, como por decisión colectiva, tácita, como si un banco de peces decidiera nadar en una nueva dirección, arrojaron sus sombreros al suelo y empezaron a dar volteretas consecutivas por el césped, con sus yalmulkas apenas sujetas a sus cabellos con horquillas. Una y otra vez giraban, recogiendo trozos de hojas y tierra en sus ropas, riendo con desenfrenado regocijo. Ya tenía mucha oxitocina en mi organismo por la lactancia, la hormona oceánica que produce un sentimiento de unidad con el universo, pero este momento se destacó como una visión danzante en el límite entre el sueño y la realidad, y el tiempo se detuvo.

Seguí los señalamientos hacia la recepción y entré en un enorme salón de banquetes en forma de U que bullía de gente arremolinada en torno a una larga extensión de mesas contiguas. Me habían dicho que la boda estaría dividida por sexos, pero aquí, antes de la ceremonia, mujeres y hombres se mezclaban libremente. Las mesas de sushi y salmón ahumado se alineaban contra las paredes. Había una barra libre al fondo, donde se congregaba la mayoría de la gente. En las mesas había platos de fruta, frutos secos, pequeños pasteles y botellas de vodka Absolut y whisky Jack Daniels. No era la típica comida emiratí.

Entre los más de mil 500 asistentes había judíos de Israel, Brooklyn y otros lugares de la diáspora. Algunos llevaban máscaras, pero la mayoría no. Los hombres jasídicos se movían por la sala, con sus largas barbas, chaquetas negras abiertas y camisas blancas sin corbata. Un hombre llevaba el tradicional shtreimel, un gran gorro de piel, pero la mayoría de los hombres jasídicos llevaban fedoras negras. Los emiratíes que asistieron llevaban el pañuelo blanco, o gutra, con el cordón negro, el agal, sujetándoselo a la cabeza. Sin embargo, todos los hombres presentes -judíos, musulmanes, cristianos u otros- llevaban la cabeza cubierta, ya que el lugar de celebración proporcionó yarmulkas con la palabra مبروك, "felicidades", bordada en árabe en un costado.

Las mujeres, en cambio, llevaban peluca, paño(sheela en árabe) o la cabeza descubierta, como yo. Las emiratíes llevaban sus abayas negras de seda y tacones altos (aunque algunas llevaban colores más claros), algunas árabes no emiratíes lucían vestidos dorados o plateados, y muchas mujeres jasídicas de Europa, Estados Unidos e Israel llevaban vestidos holgados y poco ostentosos, con pelucas o paños en la cabeza. Algunas llevaban escote y enseñaban mucha piel, otras iban abotonadas con cuellos altos y mangas largas. Yo era la única mujer que llevaba pantalones.

 

La novia Lea Hadad baila en su boda en Abu Dhabi (foto cortesía Jewish UAE/Christopher Pike).

 

Ya había pasado por varias fases buscando el significado de mi identidad judía. Por mi nombre y mi aspecto, la mayoría de la gente da por sentado que soy judía. Pero yo no podía, como Hannah Arendt, decir que pertenecía al pueblo judío "como algo natural". Me parecía más a Franz Fanon, el psiquiatra y escritor argelino, que tomó conciencia de su negritud porque una niña en la calle exclamó: "¡Mira un negro! Mamá, ¿ves al negro?". Mis rasgos son judíos. Mi nombre es judío. Puedo adoptar fácilmente el acento del Bronx de mis predecesores con una pizca de yiddish. Pero no soy sólo judía. No he ido a la escuela hebrea, no he tenido bat-mitzvah. Me crié con mi madre blanca anglosajona protestante, y con el tiempo me casé con un musulmán marroquí no devoto con el que tuve una hija.(Su madre, la abuela paterna de nuestra hija, era de la tribu de Ait Ichou, un linaje judío marroquí, y tanto su padre como su madre eran amaziges, bereberes, los primeros pueblos del norte de África) No hubo más que mezcla durante siglos en ambos lados de nuestras familias.

Pero, ¿qué significa esto para la pertenencia? Al igual que Arendt, yo tenía horror al nacionalismo y a toda identidad por la que la gente estuviera dispuesta a matar y a morir. Lo heredé, creo, de mi padre, que fue devuelto de la guerra de Corea antes de terminar su misión, con una baja deshonrosa; de una pasividad que prefería una aguja de heroína a asesinar a un semejante en el frente. En casa, en el Bronx, su madre lo encerró en el baño hasta que la dejó. Después de eso, mi padre, oyente de jazz y lector de Lao-Tse, con su sombrero panamá y su abrigo de cachemira, cedió a los deseos de sus padres. Cambiaron el nombre de la carnicería a Kapchan e Hijo.

Mientras deambulaba con calma por el salón, me sentí notoriamente sola, aunque mi intelecto sabía que pasaba por mucho desapercibida. Los hombres jasídicos no me miraban y las mujeres hablaban entre ellas. El inglés, el francés, el hebreo, el árabe y el yiddish circulaban como golondrinas que se arremolinan en el espacio, dejando huellas de sus trayectorias de vuelo para que la gente las siguiera. Era vertiginoso. Cuando llegaba alguien que conocía a otro, se saludaban, pero yo era claramente una intrusa, por mi clase (trabajadora), mi estado civil (divorciada) y quizá por mi fe mestiza, por no hablar de mis investigaciones sobre el sufismo marroquí, el Islam místico, durante las tres últimas décadas.

Me replegué a mi sitio de espectadora, cerca a la música que sonaba en el frente. Era un coro de hombres, todos ellos vestidos con largos abrigos y sombreros negros. El solista, un hombre delgado de barba gris, lideraba el canto, inclinándose por los ascensos y descensos melismáticos de antiguas canciones judías de Europa del Este de la tradición asquenazí. Eran melancólicas, con bellas armonías. Volví a pensar en mi padre, en sus raíces húngaras y ucranianas. Pensé en mi abuelo, que huyó de Kyev para no ser reclutado por el ejército de Stalin y enviado al frente. Pensé en los civiles rusos que en este preciso momento se ven obligados a alistarse en el ejército de Putin para luchar en una guerra que no elegieron. Entonces miré a través de la multitud a un hombre jasídico sentado solo en una mesa cercana. Tenía barba canosa y rasgos finos. Durante un brevísimo instante su mirada se cruzó con la mía, lo suficiente para que pudiera reconocer en sus adentros un profundo cansancio del mundo. Él estaba aquí, estábamos en tierra musulmana, y ésta era la primera boda judía oficialmente reconocida en suelo emiratí. ¿Cuántas veces en el pasado hemos imaginado la paz y luego hemos vivido para verla desintegrarse ante nuestros ojos?

Alguien tomó un altavoz y pidió a todo el mundo que se sentara. El novio iba a firmar el contrato matrimonial ante los testigos. Encontré asiento al final de una mesa. Enfrente de mí había un hombre solo que no sonreía y, a mi lado, alguien que supuse un emiratí rico en una kandora blanca ondulante junto a una glamorosa mujer rusa que medía al menos un palmo más que él. La acompañaban su hermana, con la que hablaba ruso, y un joven que parecía ser el acompañante de su hermana. Se excusó con una sonrisa en mi dirección cuando su silla chocó con la mía, pero luego prosiguió su conversación ajena a mi presencia.

Por lo que pude ver, había oraciones y rituales en la cabecera de la mesa, pero había tanto ruido en el bar que era difícil oír lo que ocurría. Sé que la madre de la novia rompió un plato: "Igual que este plato no se puede volver a juntar, así la novia se separa de su familia y entra en la casa de su marido para siempre...". Me pareció oír.

Aunque la gente de adelante chistaba a la multitud, nadie les hizo caso. El ritual continuó en medio del bullicio de conversaciones, risas y saludos. Para muchos, se trataba de una ocasión social y no de un ritual sagrado en absoluto.

Por último, el hombre volvió a tomar el micrófono y pidió a todos los presentes que siguieran al novio hasta un gran salón para el ritual del velo de la novia. Me uní a la procesión, junto a un señor con falda escocesa y su hija pequeña.

"Qué bueno ver un kilt escocés en la boda", aventuré. "Mi abuelo materno era de Edimburgo".

"En realidad, es irlandés", dijo. "Los irlandeses inventaron la falda escocesa. Nadie lo menciona. Me imagino que no es frecuente ver una falda escocesa en una boda judía".

"No se ven muchas cosas aquí con frecuencia", dije, refiriéndome a las kandoras árabes y las fedoras jasídicas. "¿Su primera boda judía?"

"Sí", respondió.

Me presenté entonces, dándole mi nombre. "Soy escritora".

"Trabajo para Meta en Dubai", comentó.

Para entonces ya habíamos entrado en la sala. La gente se apretujaba para ver el velo de la novia, cuando ésta se cubre por completo hasta que emerge en su nuevo estado de esposa. También se la cubre porque se cree que la presencia de la Divinidad descansa en su rostro cuando está bajo el palio nupcial o jupá, y nadie puede mirar directamente a la divinidad. Es por eso que Di-s toma diferentes formas, como la zarza ardiente para Moisés. La visión de la luz de Di-s arde con demasiada intensidad para los ojos humanos.

La hija del irlandés Meta lo empujaba hacia la multitud, pero yo necesitaba salir de la aglomeración, así que cogí una puerta que daba a la terraza y caminé por el exterior del espacio ceremonial, perdiéndome el velo, pero entrando de nuevo más abajo, en el otro lado, hecho que me colocó casi el primero en la cola para ir al siguiente ritual que tenía lugar bajo la jupá, en una carpa de la veranda. Conseguí un buen sitio no muy lejos de la parte delantera.

Cientos de guirnaldas blancas y rosas caían en cascada por el tejadillo. El mismo coro de hombres entonaba melancólicas canciones en yiddish a medida que la gente entraba. En cada asiento había un ventilador para contrarrestar el calor del desierto. Servidores con bandejas de agua circulaban por el suelo. Como la boda era jasídica, los hombres estaban a un lado y las mujeres al otro, pero la vista era clara a través de los pasillos.

En cada silla había un folleto grabado en oro con el título "La boda judía". En sus 28 páginas se explicaba el ritual sagrado del matrimonio, que para los jasidim es una "unión mística" cargada de simbolismo. La jupá está al aire libre, bajo las estrellas, por ejemplo, porque se prometió a los descendientes de Abraham que un día serían "como estrellas en el cielo", numerosos y guías para los viajeros perdidos. La jupá también representa la tienda de Abraham y Sara, que acogía y daba cobijo a todos los que pasaban por allí. El dosel, leí, simbolizaba "la presencia de Di-s planeando sobre la montaña durante el Apocalipsis". Y D-s se escribió sin la /o/ porque el nombre es sagrado, y una vez impreso nunca debe destruirse. Pensé en los archivos Geniza, los miles de trozos de papel con el nombre de Di-s escrito en ellos y guardados en un almacén subterráneo o genizah en El Cairo durante cientos de años. ¿Dónde se encontraría el registro de esta boda en los archivos del mañana? ¿En la red mundial?

Esperamos a que llegaran los novios. Dentro de una semana me reuniría con ambos en un pequeño café del campus de Abu Dhabi de la NYU. Aprendería que el rabino hablaba en el dialecto acentuado en yiddish de los judíos neoyorquinos, que algunos llamaban yinglish. Mis abuelos también habían hablado así, y aunque mis primos y yo aún podíamos deslizarnos a voluntad en esta lengua vernácula local, el rabino no cambiaba de código en absoluto. ¿Pensaban sus interlocutores emiratíes que todos los judíos hablaban así? Al fin y al cabo, era natural generalizar a partir de lo particular. Pero si el rabino hablaba en un solo tipo de inglés, también dominaba el hebreo y el árabe. La primera vez que fue a un país musulmán, me dijo, fue cuando visitó a su cuñado, rabino en Marruecos. Inmediatamente el país le atrajo como un "imán", dijo, y acabó quedándose durante años.

El rabino y yo hablábamos en árabe marroquí el tiempo suficiente para calibrar la fluidez del otro (bastante buena por ambas partes) y yo comprendía que Marruecos era también un país favorito del Rebe Menajem Mendel Schneerson, séptimo líder de la comunidad Jabad-Lubavitch, que envió un emisario a Meknes allá por 1950. Este respetado Rebe, aunque era pro-Israel, animaba sin embargo a los judíos a permanecer en las tierras musulmanas donde habían nacido, yendo en contra de la política de aliá popular en aquella época.

"Si vamos a abandonar por completo los países musulmanes, entonces estaremos alienados del mundo musulmán", me dijo el Rebe Levi, citando a su maestro, "y eso será algo terrible. Será difícil proteger a Israel de esta manera, por lo que el Rebe dijo que debemos construir la vida judía en estos países. Debemos quedarnos".

Después de Marruecos, el rabino Levi fue al Golfo, primero a Bahréin y luego a Abu Dabi. Lleva aquí desde 2014, sembrando Jabad en la Universidad de Nueva York y trabajando con otros en el desarrollo de una presencia y una comunidad judías en los EAU. El rabino es ahora miembro de la junta de la Alianza de Rabinos en los Estados Islámicos.

En un momento dado le conté al rabino que había leído que los jasidim creían que D's era inmanente no sólo en todos los seres humanos, sino también en los animales, en los seres no sensibles e incluso en los objetos inanimados. La Divinidad, había entendido, era omnipresente y era tarea de los humanos ser conscientes de ello. Los jasidim también creían que los seres humanos creamos la historia de nuestra vida en cada momento, cambiando no sólo nuestro futuro, sino también nuestro pasado; que en Rosh Hashaná en particular -festividad que pronto celebraría con la comunidad judía de Abu Dhabi- los seres humanos podemos editar nuestro destino en el Libro de la Vida en el que cada uno de nosotros está escrito. ¿Tenemos los seres humanos tanto albedrío para narrar nuestras vidas? Como escritor, este mensaje me pareció convincente. El rabino me aseguró que no lo había entendido mal. Y así, cuando llegué unos días más tarde a un servicio de Rosh Hashaná, encendí una vela por mí y por mis hijos y aclaré mis intenciones para el año: escribir y más escribir, publicar, seguridad y salud para mi madre y mis hijos. Y sí, también amor para mí.

Le conté al rabino que mi madre, que había sido bailarina en Nueva York cuando era joven, fue la primera shiksa que se casó en la familia de mi padre, y que mi abuela húngara, horrorizada ("¡una shiksa y bailarina nada menos!") la obligó a convertirse al judaísmo, insistiendo en que hiciera la mikva antes de la boda. Mi madre sumergía su esbelto cuerpo en la piscina mientras una mujer corpulenta con una shmatta en la cabeza rezaba las oraciones hebreas antes de cada chapuzón:

Barukh atah Adonay Eloheynu melekh ha-olam...Te desposaré conmigo, para siempre. Te desposaré conmigo con rectitud y con justicia, con bondad y con compasión. Te desposaré conmigo en la verdad, y llegaremos a conocer a Di-s".

¿Surgió mi madre purificada de su pasado y unida a las aguas del judaísmo? ¿Bastó este acto para que los jasidim me aceptaran como uno de los suyos? (El matrimonio duró menos de dos años antes de que mi abuela pagara el viaje en solitario de mi madre a Tijauna. Allí los divorcios eran rápidos y baratos). El rabino me dijo que, según la ley judía (usaba la palabra árabe "sharia"), yo no era técnicamente judía, pero me aseguró que seguía siendo bienvenida en Jabad. "Lo nuestro es el amor incondicional a todas las personas", me dijo, y añadió que mi padre estaría orgulloso de mi búsqueda. Pero, ¿a dónde pertenecen los que están entre dos categorías?

Los asientos situados justo delante de la jupá estaban reservados para la familia: parientes y amigos de Brooklyn, Nueva York, Bruselas y otros lugares de Europa y Norteamérica, con la realeza emiratí, filántropos judíos y poderosos hombres y mujeres de negocios internacionales llegados de Dubai y otros lugares de la región. Pero también había gente de Israel. Aunque quizá no fuera la primera boda judía en los EAU, sí fue la más histórica, pues acogió a personas de muchas religiones, etnias y grupos lingüísticos de todo el mundo.

El rabino Levi Banon, oficiante y rabino jefe de Casablanca, dio la bienvenida a los invitados, explicando a los que no estaban familiarizados con la ceremonia qué podían esperar. También dio la bienvenida a rabinos de otros países musulmanes, de Turquía, Nigeria y Singapur. Entonces la multitud se separó y apareció el novio, acompañado por su padre y su futuro suegro. El novio, el primer rabino con licencia de los Emiratos Árabes Unidos, tenía los ojos cerrados con fuerza, como en una plegaria extática, y movía ligeramente la cabeza de un lado a otro mientras rezaba por el pasillo. Se colocó bajo la jupá y esperó a la novia.

Cuando hizo su entrada, lo hizo con su madre y su futura suegra a su lado. Vestida de encaje blanco, con la cabeza cubierta por un velo opaco, fue conducida por el pasillo y subió unos escalones hasta la jupá, donde procedió a rodear lentamente al novio siete veces. Leí que el número siete simbolizaba el Shabat, el séptimo día de la creación, la "isla espiritual trascendente en el tiempo", pero el rabino marroquí que ofició la ceremonia añadió que también simbolizaba la protección de la novia al novio en su vida futura como pareja. Al igual que ella estaba velada para proteger el rostro de la Divinidad de los espectadores, la novia, y las mujeres en general, eran un velo para sus maridos, un escudo de bendición.

La música fue constante en todo momento, aunque ahora se entonó una canción muy especial, una melodía de un famoso compositor jasídico del siglo XVIII. La gente disparaba sus cámaras y los iPhones hacían flash mientras la ceremonia continuaba con el intercambio de anillos, la entrega de la ketubah (o contrato nupcial), el reparto del vino y las siete bendiciones para la pareja, recitadas por respetados dignatarios. Todos éramos conscientes de que estaba ocurriendo algo sin precedentes: una bienvenida pública no sólo a la pareja, sino a la presencia judía en los Emiratos Árabes Unidos. Se leyó una oración por los EAU y sus dirigentes en hebreo, árabe e inglés. En ella se pedía a los gobernantes de los EAU que protegieran a los "hijos de Jakob" que residen en sus tierras. Era un recordatorio de las fragilidades pasadas de los judíos en los países musulmanes, y una esperanza de paz y entendimiento en el futuro.

Por último, el novio rompió un vaso bajo su pie en recuerdo de la destrucción del Templo Sagrado de Jerusalén. "Recordando los momentos tristes en una hora de felicidad nos permitimos recordar la felicidad". Levantó el velo del bello rostro de su esposa y fueron reconocidos como pareja pública por primera vez.

Aunque fui una de las primeras personas en entrar en la ceremonia de la jupá, fui una de las últimas en salir de la carpa. Cuando llegué a la inmensa sala de banquetes -una larga cortina separaba las secciones masculina y femenina-, la mayoría de la gente ya se había sentado. Como neoyorquina, autora y etnógrafa, estoy acostumbrada a estar sola entre la multitud, pero se me planteó el problema de dónde sentarme durante la cena. No había plan de asientos, ni nombres junto a los platos. ¿Dónde estaba la mujer rusa que se dirigió brevemente a mí en la recepción? Seguro que ahora sólo estarían ella y su hermana. Pero, de hecho, estaban en una mesa charlando con lo que parecían ser mujeres emiratíes muy elegantes. Me habría sentado de todos modos, pero no había sillas vacías. Decidí coger un plato de comida del bufé y luego resolverlo.

Sobre tablas de cortar cargadas de carne, los camareros sostenían en alto cuchillos de trinchar. Nunca me ha gustado la comida de Europa del Este. Aunque la carnicería kosher de mi padre en el Bronx vendía todos los cortes -pollo, falda, ternera en conserva, lengua-, suelo ser vegetariano. Sin embargo, aparte de la ensalada, sólo había col rellena. No era de mi gusto. Así que decidí tomar un poco de solomillo para honrar la memoria de mi padre y unas patatas asadas. Cuando llegué estaba demasiado abrumado por la escena como para pensar en comida, aparte de observar los coloridos makis de pescado de la recepción, el salmón rosado y el knäckebröd, que supuse que era lo más parecido a la matzá que se podía comer en Abu Dhabi.

Me quedé allí de pie, con el plato en la mano, esperando que alguien se fijara en una mujer sola y me pidiera que me sentara, pero nadie lo hizo. Así que me senté en la mesa más cercana, junto a una joven vestida con ropa conservadora, preguntando primero si el asiento estaba ocupado. Ella casi sonrió y me indicó que estaba vacía, pero no sonrió. Me sentí muy incómoda, pero la suerte estaba echada: no tenía otro sitio adonde ir, así que me senté y comí en silencio, cortando la comida con gran atención. Las otras jóvenes de la mesa estaban demasiado lejos para conversar y, evidentemente, nadie estaba interesado en hacer nuevas amistades.

"¿De dónde vienes?" pregunté para romper la tensión.

"Israel", respondió ella sin dar más detalles.

"¿Vives en Tel Aviv?". Ahora que había vuelos directos desde Abu Dhabi, esperaba hacer ese viaje en un futuro próximo. Quizá ella tuviera alguna recomendación.

"No, Be'er Sheva", dijo. Y hasta ahí llegamos. La mujer se volvió hacia su izquierda para conversar con sus compatriotas en hebreo, todos los cuales se alegraron de ignorarme.

Terminé mis patatas, dejando la mayor parte de la carne en mi plato y me excusé para que me sirvieran más. Unas cuantas patatas más y me senté en otro sitio, esta vez al lado de una mujer y su hija adulta, que mantenían una profunda conversación. Mi presencia pasó desapercibida hasta que terminaron de hablar, entonces ella se volvió hacia mí y me sonrió.

"¿Conoces al novio o a la novia?" Pregunté. Poco original, pero una apertura.

"De hecho, somos amigos de los padres del novio", dijo.

"¿De Nueva York?"

"Sí, de Brooklyn".

"Oh, yo también soy de Nueva York. ¿Qué haces allí?" La típica pregunta neoyorquina. Todo el mundo hace algo en Nueva York.

"Soy farmacéutica en el Hospital de Brooklyn", dijo.

Charlamos un poco más y luego la novia entró en la sala entre grandes aplausos. Oímos a los hombres aplaudir también al novio al otro lado de la cortina. La banda empezó a tocar una vigorosa hora y Goldie, su hija y yo nos levantamos a bailar, uniéndonos a las mujeres en un gran círculo alrededor de la novia, a la que hacían girar salvajemente en un círculo más pequeño en el centro.

Ya había asistido una vez a una boda jasídica, cuando mi prima segunda se casó con un ortodoxo en Far Rockaway (el mismo lugar donde mi bisabuela viuda Hirsch regentaba un hotel y "vivía en pecado" con el señor Brandwein a finales del siglo XIX, según el folclore familiar). Al asomarme por el telón de aquella boda para ver a los hombres del otro lado, fui testigo de algo que nunca olvidaré: pura alegría, la alegría infantil del abandono que había visto casi dos décadas antes en el césped del Jardín Botánico de Brooklyn. Es raro ver ese nivel de desparpajo en hombres adultos, al menos en Estados Unidos, donde la hombría se equipara con la reserva y el control. Pero al asomarme por el telón, ahora en Abu Dhabi, vi a los hombres saltar, girar en círculos, cogerse de la mano, bailar sin inhibiciones, con el brillo del amor en sus ojos. Musulmanas árabes en góndora estaban en el círculo con ellos, manos judías y musulmanas levantadas en el aire mientras sonreían de oreja a oreja. No se trataba de emiratíes cualquiera que se perdían en esta mezcla, sino de gente con cargos en el gobierno, gente con reputaciones que proteger. Sin embargo, los invitados siguieron uniéndose a la hora, hasta que el círculo fue bastante grande, mientras otros filmaban el espectáculo de exuberante hermandad para las redes sociales y los amigos.

En el lado de las mujeres también ocurría lo mismo: mujeres vestidas con batas y caftanes, mujeres con zapatos prácticos y vestidos sencillos, chicas jóvenes y mujeres mayores, que atraían radiantes a otras hacia los pliegues serpenteantes del círculo. Algunos podrían preguntarse por qué esta danza no podría producirse en un contexto mixto, aunque años de investigación etnográfica en comunidades sufíes extáticas me habían habituado a la separación de sexos. Había llegado a apreciar la relativa falta de seducción presente en tales contextos como un alivio y no como una carga. Sería diferente, por supuesto, si uno fuera gay.

He pasado horas investigando con mujeres sufíes en Marruecos y en Francia, cantando los nombres de Dios una y otra vez hasta que mi pecho empezó a zumbar, escuchando a mujeres gemir y desmayarse mientras entraban en éxtasis, entrando en el estado elevado de conciencia, o hal, que es tan fácil olvidar en la vida cotidiana. De los 99 nombres de Dios en el Islam, cada apelativo es un atributo de la Divinidad, un punto de entrada a lo que, en última instancia, es incognoscible para los simples humanos, excepto a través de estos diversos aspectos y la experiencia del amor. Alá es el único nombre que no corresponde a un significado de diccionario, como el omnisciente (al-Alim, العليم), el Artista y Diseñador (al-Muṣawwir,ٱلْمُصَوِّرُ), el que todo lo oye (as-Samiy,ٱلْسَّمِيعُ), el que todo lo sutil (al-latif, ٱلْلَّطِيفُ) y otros. Allah representa la cifra que es D-s.

Cuando mi madre regresó a Nueva York desde México, temporalmente soltera, se convirtió en profesora de baile social. Haciéndome girar por el salón frente al gran espejo de la pared, me enseñó a seguir los pasos del baile: fox trot, cha cha, vals, y a escuchar los sutiles movimientos del cuerpo ajeno. Hubo algunas clases de ballet, pero sobre todo giros, vueltas, piernas en el aire, splits y estiramientos hechos en casa: libertad de restricciones y categorías. El movimiento era su himno, y la danza, su religión.

Nunca aprendí a hacer sopa de bolas de matzá. Y aunque iba a ver a la familia de mi padre todos los sábados, mi madre me mantenía escrupulosamente alejada de ellos durante las fiestas judías. Creo que pensó que me atraería. Y tenía razón: lo habría sido. Porque mi familia judía sabe quiénes son. Pertenecen, como dice Arendt, y el humor es el pegamento de su identidad. Son alegres y tienen rituales, aunque en su vida cotidiana son bastante laicos. Mi madre, en cambio, era un trasplante de Nueva Inglaterra, la prima pobre, distanciada de los suecos y escoceses de su nacimiento porque los había abandonado al seguir sus sueños artísticos a Nueva York.

Cuando murió mi padre, me correspondió a mí, como su única hija, honrar su memoria, y lo hice guardando luto a la manera judía. Para entonces, se había vuelto a casar, y su mujer y su hija se encargaron del entierro y de la lápida, pero yo celebré una shivá abreviada, sentada en sillas duras durante tres días y tres noches, colocando un cuenco de agua junto al dintel, reuniendo viejas fotos e invitando a mi familia a compartir la celebración de su vida. Eché tierra sobre su ataúd y di gracias a Dios por un ritual que me permitió canalizar mi dolor. También vi a un rabino por aquella época. ¿Existía la creencia en la vida después de la muerte en el judaísmo? Me dijo que no, pero que la memoria era, de hecho, el material invisible a través del cual una vida seguía viviendo. La memoria era presencia y, como la historia y el lugar, era palpable. Pero, ¿cómo residir en la no pertenencia? ¿Cómo estar sin pertenecer?

Después de la boda asistí a las altas fiestas con la comunidad judía de Abu Dhabi. Conocí a empresarios rusos que intentaban quedarse en el Golfo para que ni ellos ni sus empleados se vieran obligados a alistarse en el ejército ruso. Conocí a amas de casa, miembros de la alta sociedad estadounidense, parejas ortodoxas israelíes y un joven emiratí que asistía a la mayoría de los actos como embajador cultural informal. Me paré en los momentos apropiados de los servicios, siguiendo las traducciones al inglés del hebreo:

"Que las palabras de mi boca y la meditación de mi corazón sean aceptables ante Ti, Señor, mi Fuerza y mi Redentor".

Una frase similar decían los musulmanes sufíes y también los cristianos. No pude evitar establecer vínculos entre estas religiones, cuyas prácticas surgieron de un mismo texto. Pero destacaba una diferencia: "Nos has elegido de entre todas las naciones", leí en la oración de la Amidah de Yom Kippur. "Nos has elevado por encima de todas las lenguas y nos has santificado por medio de Tus mandamientos". A diferencia de los adoradores de "imágenes esculpidas" y "dioses ajenos", los judíos son un pueblo aparte.

Ni cristianos ni musulmanes adoran ídolos, pero incluso si uno confundiera las formas con los atributos que pretenden expresar, incluso si un símbolo se confundiera, como una palabra, con uno solo de sus significados, ¿no hay siempre "muchos" portales hacia el "uno"? "A cada cual según sus capacidades", decía Karl Marx, haciéndose eco de la Biblia que le perseguía como un fantasma. ¿Ha perdido el ser humano su propensión al pensamiento simbólico, la capacidad de mantener unida la paradoja de los opuestos?

Sobre mi escritorio hay una estatua de Ganesh, el dios elefante hindú, el eliminador de obstáculos, el dios de los escritores. Supongo que yo también encuentro un lugar entre los espiritualistas, como los llama Julius Guttmann en su libro Historia de la filosofía judía, los místicos de oriente que se adentran en el secreto eterno de la naturaleza. Pero si es así, yo también formo parte de la familia semítica, el pueblo del libro, para el que la religión implica caminar, marchar hacia el fin teleológico de la liberación con la guía de profetas y shaykhs históricos. Una vez más, me encuentro entre reinos.

Todas las religiones implican excepcionalismo. Todas se distinguen de las demás. Algunas prohíben el cerdo, otras la carne por completo, algunas prohíben cortarse el pelo, otras proscriben su eliminación. Los tabúes definen quiénes somos o no somos. El judaísmo, sin embargo, se lleva en la sangre. No hay conversión, no hay que aprender las costumbres y hacer los votos. No hay inmersión antropológica ni hacerse nativo. El mestizaje significa exilio. Mi abuela Stella, que su memoria sea para bendición (a pesar de todo), lo sabía muy bien.

Cuando la Torá agradece a Di-s haber salvado a "su pueblo", tan lleno de arrepentimientos por sus pecados, ¿estaba yo incluido en el redil? El simple hecho de plantear la pregunta me dio la respuesta. Un judío no plantearía la pregunta en primer lugar, al menos no un judío ortodoxo que supiera quién era. Soy una forastera. ¿Pero no es ése mi lugar? Un escritor siempre está fuera, en virtud de la palabra, que se interpone entre la experiencia y su representación. Y Dios, después de todo, es la Palabra para todo el pueblo del Libro, el símbolo enigmático final.

Me gusta pensar que mi padre se parecía al carnicero sobre el que escribió el filósofo chino Chuang-Tzu. El tallador Ting era un seguidor del Tao que "cada toque de la mano, cada inclinación del hombro, cada paso que daba, cada presión de la rodilla, mientras blandía con rapidez y ligereza su cuchillo de tallar, era tan cuidadosamente cronometrado como los movimientos de una bailarina en el bosque de moreras. . . .

Hay espacios en las articulaciones;

La hoja es fina y afilada:

Cuando esta delgadez

Encuentra ese espacio

Hay todo el espacio que necesitas.

Va como la seda".

Carver Ting conocía los intersticios, los espacios intermedios. Carver Ting era bailarín y era libre.

Vine a Abu Dhabi por primera vez para librarme del clamor de Nueva York, de sus inviernos fríos como el acero, de los vagabundos que tiritaban sobre las rejillas del metro con abrigos sucios, de la basura apilada en las esquinas, de las ratas y el olor a orina en el metro. También vine para ofrecer refugio a mi hijo, que entonces tenía 15 años y había empezado a correr riesgos demasiado peligrosos para su cerebro adolescente.

Sería una buena historia decir que estaba predestinado a venir a Abu Dhabi para descubrir mi judaísmo. Y aunque puede que sea cierto, me sigue conmoviendo tan profundamente la llamada a la oración como el grito doliente del shofar. De hecho, lo que me llama es la belleza, no una profesión de fe. Y la belleza para mí está en el deslizamiento entre categorías, el espacio entre identidades. Está en la libertad de la pluma y su movimiento a través de la página.

No sé si en Andalucía se bailaba con desenfreno, pero estoy seguro de que sí. Lo que sí sabemos es que la visión de árabes con largas túnicas blancas y judíos con batas negras, bailando la hora con los brazos levantados en círculo es una visión que nunca esperábamos ver. No aquí en el Golfo, tan cerca del trauma a ambos lados del pasillo israelí-palestino: el Holocausto judío y la forma en que sigue sin cicatrizar en la psique política del Estado israelí.

Si mi fe está en alguna parte, no es en la distensión política, ni siquiera en la tolerancia, esa palabra que hace distintas las fronteras y las diferencias. Más bien está en esta danza de lo intermedio, el lugar donde los pies sólo encuentran un punto de apoyo temporal antes de elevarse de nuevo en el aire, el lugar donde las manos encuentran otras manos que sostener en un círculo siempre continuo donde la gente se une y se separa a intervalos regulares y siempre es bienvenida de nuevo. Permanecer aquí, donde no hay identidad por la que luchar, ni nombre que proteger, es estar profundamente abierto al siguiente paso. No es fácil permanecer en movimiento con los demás, respondiendo en un momento al giro de un brazo o a la inclinación de una cabeza, y sin embargo es sólo esta danza de empatía la que amplía el círculo de lo posible. Si tengo una tribu, es con los que se mueven, los que escuchan a la persona que tienen al lado y responden con simpatía. Estos matrimonios son realmente sagrados y, al igual que la memoria, dejan huellas materiales para los futuros bailarines.

Deborah Kapchan es escritora, traductora, etnógrafa y profesora de Estudios de Performance en la Universidad de Nueva York. Becaria Guggenheim, es autora de Gender on the Market: Moroccan Women and the Revoicing of Tradition (1996) y Traveling Spirit Masters: Moroccan Music and Trance in the Global Marketplace (2007), así como de otras obras sobre sonido, narrativa y poética. Ha traducido y editado un volumen titulado Poetic Justice: An Anthology of Moroccan Contemporary Poetry (2020), que fue finalista del Premio Nacional de Traducción de Poesía de ALTA.

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2 comentarios

  1. Un viaje tierno y sincero al funcionamiento de la humanidad. Árabes y judíos celebran una boda, bailan, se cogen de la mano, se despojan de sus diferencias y se unen como seres humanos para compartir un momento de alegría. Ojalá nuestro mundo fuera igual para acabar con los conflictos, los prejuicios y el odio, y abrazar el amor y la aceptación. Gracias por darnos una visión de su mundo y de la promesa utópica de lo que podría ser si nos despojáramos de nuestras objeciones y nos limitáramos a ¡SER!

  2. Deborah, qué texto tan rico y sensible, captando a los demás en sus matices distintivos, revelándote nunca totalmente pero lo suficiente para hacer de esto una profunda confesión etnográfica. Gracias.

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