En este cuento de Alireza Iranmehr, dos personas solitarias pasan el tiempo juntas bajo el estado de emergencia en que se ha convertido Irán.
Alireza IranMehr
Traducido del persa al inglés por Salar Abdoh
Aquella noche de otoño, me quedé más bien quieto junto a ella. He olvidado su nombre. ¿Cómo es posible? Aunque recuerdo el tatuaje de la media luna en su pecho izquierdo, así como el hecho de que nuestra conexión tenía algo que ver con la emergencia que es el estado permanente de las cosas acá. A veces me llamaba de madrugada y me decía que necesitaba un cuerpo tibio a su lado. A veces era yo quien llamaba y decía lo mismo. No nos dijimos mucho más, nunca.
Pero esa noche estaba de parlanchina. "No importa quién esté aquí. Es la soledad. Quiero llamarte en esas ocasiones, pero no lo hago. No tan a menudo como me gustaría. Llevamos tres años, ya sabes".
Lo que dijo era obvio, y triste. Sin embargo, me sorprendió. Era como si la violencia en las calles, las manifestaciones, hicieran que lo que existía entre nosotros sólo pudiera ocurrir en silencio, un contrato tácito que dictaba que sólo nuestros vulnerables cuerpos debían hablar, no nuestros labios.
Pregunté: "Entonces, ¿por qué no intentar vivir con alguien?".
"Porque ese alguien tendría que amarme primero, o al menos caerle bien, antes de decidirme a pasar la vida con él".
Era atractiva. Obviamente tenía dinero o un buen trabajo. Su apartamento era espacioso. Parecía saber más que lo suficiente sobre la vida como para no necesitar hablar de asuntos tan evidentes. Caí en la cuenta de que al principio no habíamos necesitado caernos bien para estar juntos. No había celos entre nosotros. De vez en cuando mencionaba, en una o dos frases, a otros hombres que colmaban su vida.
"¿Quieres decir que en estos tres años que nos llevamos viendo no había nadie más a quien... le agradaras?".
"Hubo. Hay. El problema es que yo también tengo que quererlos, ¿no?".
"¿Por qué no puedes quererlos?".
"Puedo. Lo hago. Pero entonces viene un hombre y dice algo que ya he oído antes. La misma frase. Las mismísimas palabras. En ese momento todo termina. ¿Sabes por qué? Porque las cosas que la gente es capaz de decirse son limitadas. Cuando resulta que hay más personas en tu vida que palabras para contenerlas, se hace difícil querer continuar".
Había cerrado los ojos. Luego los abrí y vi que su rostro brillaba a la luz de la luna que entraba por la ventana. Al otro lado de la calle, los residuos de las ventanas rotas y gases lacrimógenos de ayer estaban a punto de convertirse en recuerdo.
Le dije: "Es verdad. Las palabras empiezan a escasear. Por eso nos sentimos solos. No nada más solitarios, sino solos".
Oprimió con los dedos el vello blanco de mi pecho. "Cuando tenía diecinueve todo lo que quería era un tipo normal, uno que fuera a trabajar por la mañana y volviera por la tarde. Un marido. A los veinticinco quería un hombre que no se repitiera. Alguien cuya presencia no me abrumara. Un compañero que no aplastara mis propias aspiraciones con su pequeñez. A los veintisiete quería fidelidad, un hombre cuyo cuerpo no apestara a otras mujeres. Cuando cumplí veintinueve mi preocupación era el amor. A los treinta anhelaba a alguien que no fuera celoso, alguien que no imaginara cosas, alguien seguro de nuestro vínculo. Luego, a los treinta y dos..."
"¿A los treinta y dos?".
"Sólo quería estar sola".
Seguí mirándola con asombro. "Ahora, ¿qué deseas?".
"Ahora, por momentos, me da miedo estar sola. A veces quiero un abrazo en la penumbra. Lo que no quiero es despertarme por la mañana y ver a un extraño tumbado a mi lado, con su cara rozando la mía. Quiero que llegue en plena oscuridad y se vaya antes de que claree".
Después hicimos el amor. Al la fecha ni siquiera recuerdo si terminamos con una nota amarga o no. Dudo que fuera así. Un día desafié los gases lacrimógenos y las calles en llamas y fui a su casa, ella ya no estaba; aunque, hacía tiempo, me había convertido en ese hombre que visita en la oscuridad y se va antes de que salga el sol.
