"El monstruo se ha ido", relato de Anna Lekas Miller

7 de marzo, 2025 -
¿Cómo hablar de la guerra y el exilio con tu hijo, cuando lo único que quieres es protegerle de la verdad?

 

Anna Lekas Miller

 

¿Necesitaría Laila una chaqueta en Damasco?

Damasco. ¿Qué tiempo hacía en Damasco? Laila miró la aplicación del tiempo en su teléfono. Dieciséis grados. ¿Cómo sería sentir el sol en la cara? Miró por la ventana. Eran las cuatro de la tarde y ya era noche cerrada en Stuttgart, el aire helado de diciembre silbaba en las rendijas de la ventana rota que el casero aún no había arreglado. Cada vez que ella le llamaba, él murmuraba que ya debería hablarle en alemán. Cada vez que ella intentaba hablarle en alemán, él se quejaba de que su alemán era pésimo.

Damasco. Laila nunca imaginó que estaría haciendo las maletas para ir a Damasco. De algún modo, durante los diez años transcurridos desde la última vez que probó el waraa' 'inab de su madre u olió las flores de jazmín que se derramaban por el balcón en primavera, el país entero se había convertido en un agujero negro en su mente.

Con los años, se había convencido a sí misma de que no necesitaba a Siria. ¿Por qué no reinventarse? Omar sí lo había hecho. Poco después de que ella llegara a Alemania, él había conseguido una beca para estudiar ingeniería en Estados Unidos, y parecía que nunca había mirado atrás. Ahora tenía una mujer rubia y tres hijos. Ella lo sabía porque lo seguía en Facebook cada vez que bebía un poco de más. 

Una esposa y tres hijos no eran las únicas cosas que había adquirido desde que se trasladó a Estados Unidos. También tenía barriga. No coincidía con sus recuerdos de su pecho desnudo, firme bajo sus manos, la complexión atlética de alguien que podía huir tan rápido de las balas como esquivar ágilmente la puntería del francotirador. Laila recordaba haberle visto en las manifestaciones, con el pecho erguido, como desafiando a las balas a que intentaran atravesar su coraje. Tan joven, tan estúpido, tan lleno de esperanza.

Ahora miraba sus pertenencias esparcidas por la cama. El abrigo de invierno que se había convertido en parte de su cuerpo en Alemania era probablemente demasiado cálido para un clima de dieciséis grados. Parecía tan real, tan concreto: cada uno de los diminutos conjuntos de Hadi cuidadosamente doblados, listos para ser colocados en la maleta gastada que la había seguido desde Damasco hasta Stuttgart, diez años antes. 

Hadi. ¿Qué pensaría Hadi de Damasco? Miró al niño que dormía en el colchón contiguo al suyo, con sus largas y plumosas pestañas aleteando en sueños. Si alguna vez necesitó una prueba de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que vio a Siria, tenía un niño de diez años para recordárselo. Cada día se parecía un poco más a Omar, esos ojos grandes y oscuros que ardían de curiosidad por el mundo que le rodeaba. Pero Hadi nunca había estado en Siria. Nunca había tenido que dejar de ir al colegio porque, de repente, un francotirador se cerniera sobre el final de su calle. Podía disfrutar de los fuegos artificiales sin agazaparse detrás del sofá. Nunca había temido que llamaran a la puerta para llevarse a todos sus seres queridos.

¿Estaría Omar también en Damasco? 

La última vez que había visto a Omar había sido la noche que pasaron tumbados uno junto al otro, justo antes de que él se marchara a Beirut. En aquel momento, pensó que podría seguirle hasta allí. Aunque deseaba quedarse en Damasco, sabía que cada día era más peligroso. Decenas de sus amigos habían sido detenidos por el régimen; era sólo cuestión de tiempo que los detuvieran a ellos también. 

"Algún día volveremos y ya no tendremos miedo". Omar le pasó un mechón de su largo pelo negro por detrás de la oreja. Ella no sabía si le creía, pero se sintió reconfortada cuando la acercó más a él, besándola suavemente al principio y luego más profundamente. Podía sentir las capas del amor que sentían el uno por el otro mezclándose mientras sus cuerpos se unían en lo que parecía una promesa de que, pasara lo que pasara, siempre estarían el uno para el otro, sin importar lo que les deparara el futuro.  

Sólo que nunca imaginó que sería uno en el que no se hablarían en diez años.

OMAR COMPRÓ EL BILLETE SIN DECÍRSELO A KATHY. No parecía que estuviera comprando un billete a otro país. Le pareció que estaba comprando un billete para volver atrás en el tiempo, a los días que había pasado cantando en la calle con Faris, a las noches que había pasado recorriendo con los dedos el cuerpo de Laila, bañado por la luz de la luna. 

Laila. Laila era la única que le había entendido de verdad. Laila había sentido el mismo pulso contagioso de la revolución en sus venas, la sensación invencible de correr más rápido de lo que jamás imaginaron que sus piernas podrían llevarles, sus cuerpos vivos con el conocimiento de que una vez más habían desafiado a la muerte. 

¿Tenía que pasar página tan rápido? Menos de un año después de llegar a Alemania, publicó una foto de la mano de un bebé en su Instagram, antes de volver a desaparecer. ¿Quién era esa persona que la había conquistado tan de repente? Era como si la última noche que habían pasado abrazados no hubiera significado nada para ella. Laila era irritantemente reservada en las redes sociales, publicaba lo justo para recordarle que seguía al acecho, pero no lo suficiente como para revelar información significativa. Era exasperante.

Ahora, Laila era la única persona con la que quería hablar. ¿También ella había pasado las últimas cinco noches en vela, viendo cómo se liberaba primero Hama, luego Homs y finalmente Damasco? Al principio, no se lo había creído. "¿A quién le importa?", le dijo a su hermano, que le llamó febrilmente cuando los rebeldes empezaron a avanzar hacia Alepo. Había dejado de ver las noticias de Siria en 2016, cuando el régimen cercó Alepo y se desvaneció hasta el último resquicio de esperanza que había sentido. A partir de ese momento, se había comprometido plenamente con su vida en Estados Unidos. Se volcó en sus estudios. Se descargó una aplicación de citas. Si Laila podía seguir adelante, él también. Pasó por el laborioso proceso de responder a preguntas asín: "una cosa que no es negociable para mí es..." y "¿qué hay en tu lista de cosas que hacer antes de morir?". ¿Alguien entendería por lo que había pasado? La mayoría de las conversaciones no iban a ninguna parte, pero él estaba decidido a pasar el dedo hasta encontrar a alguien que le quitara de la cabeza a Laila y, por extensión, a Siria. 

Justo cuando pensaba que estaba dispuesto a renunciar a las chicas a las que les gustaban los largos paseos por la playa (pero sólo con chicos que midieran al menos dos metros) y los almuerzos los fines de semana, encontró la foto de una chica rubia con el pelo corto y una sonrisa amable. Según su perfil, le gustaba navegar y hacer esquí acuático en el lago Michigan. Visitar Hawai estaba en su lista de deseos. No parecía tener ningún problema con el hecho de que hablara inglés con acento ni con que midiera sólo 1,65 m. Se llamaba Kathy.

"He estado deseando probar el nuevo restaurante libanés de Packard Street", respondió ella, en cuanto él mencionó que era de Siria. Respiró aliviado: nunca sabía muy bien cómo iba a reaccionar la gente, sobre todo con las promesas de Trump de prohibir la entrada a los musulmanes.

Además, echaba de menos un buen shawarma y el carrito halal de al lado de la universidad no le convencía.

"¿Quieres que lo comprobemos juntos?"

El restaurante se anunciaba como un "asador mediterráneo" y no era nada del otro mundo, pero Kathy era inteligente y divertida. Entre sus habilidades poco comunes estaba la de esquiar en el agua con los ojos vendados y nombrar capitales del mundo poco conocidas. Su condición innegociable era que quería tener una familia, y rápido. Uno tras otro, uno, dos, tres hijos, en rápida sucesión hasta que, de repente, Omar era padre de tres hijos, intentando mantenerse al día con la hipoteca de una casa de tres habitaciones en los suburbios de Ann Arbor, Michigan. Aunque era licenciado en ingeniería química, consiguió un trabajo como conductor de camiones para la empresa del padre de Kathy, transportando materiales de construcción de Ann Arbor a Chattanooga (Tennessee) y viceversa. Soñaba con tener su propia flota de camiones y ser el jefe, como su suegro. 

Ahora, observaba a los jóvenes en la plaza de los Omeyas mientras saqueaban el palacio presidencial y lo retransmitían todo en YouTube. ¿Qué importaba cuántos camiones tuviera o cuánto dinero ganara? De repente, todas esas consideraciones parecían triviales. Debería estar allí, meando sobre los restos del régimen de Assad. 

"¿Vuelves a la cama?" Kathy se asomó al marco de la puerta con los ojos desorbitados. Omar se sintió culpable. Kathy ya dormía muy poco, y su horario nocturno de las dos últimas semanas no era nada tranquilo.

"Lo siento, cariño, lo haré pronto". Cerró el portátil. Mañana. Mañana le contaría lo del billete.

CADA DÍA HADI SE PARECÍA MÁS A OMAR, con esas pestañas largas y espesas que hacían que sus grandes ojos oscuros parecieran aún más grandes. ¿Lo sabría Omar si lo viera? A veces Laila fantaseaba con decírselo. "Hola, soy Laila. Ahora tienes un hijo de diez años".

Cada vez que escribía el mensaje de Facebook, se detenía para no enviarlo. Habían pasado diez años. Omar parecía tener un negocio de éxito y tres hijos preciosos, que le llamaban papá o baba. ¿Por qué contarle ahora lo que debería haberle confesado desde el principio?

En lugar de eso, se centró en Hadi. Imaginar un futuro en el que Hadi nunca tuviera miedo de decir lo que pensaba le dio a Laila la fuerza que necesitaba para pasar por el aro de la burocracia alemana. Aunque se parecía a ella -bueno, a Omar, en realidad-, hablaba alemán como los niños rubios de su colegio. Observar cómo su mente infantil absorbía el idioma como una esponja era mágico e hipnotizante. Se lo imaginaba como un camaleón, moviéndose con soltura entre mundos que siempre le habían parecido extraños. 

Aun así, se preguntaba cuánto sabía él de dónde era realmente. ¿Cómo iba a saberlo si ella nunca se lo contaba? Aunque ansiaba contarle lo que estaba ocurriendo en Siria, le costaba encontrar las palabras que le permitieran a ella misma, y mucho más a un niño de diez años, comprender el significado de tanta maldad y la magnitud de la pérdida y el dolor.

"Érase una vez una niña que vivía en un hermoso país", empezó, preguntándose si sería más fácil contarlo como un cuento infantil, uno en el que un héroe venciera al enemigo, donde el bien y el mal estuvieran claramente definidos.

"Pero era tan hermoso que un monstruo malvado se hizo con el poder, y estaba tan obsesionado con mantenerse en él que no le importaba a cuánta gente hacía daño". De alguna manera, describir a Bashar al-Assad como un monstruo la distanciaba de él y, al mismo tiempo, le parecía más acertado que cualquier relato periodístico que hubiera leído.

"¿Era como los matones del colegio?" Sus ojos se abrieron de par en par al reconocerlo. Aunque hablaba alemán tan bien como sus compañeros, se sobresaltaban cuando le oían hablar en árabe con su madre. Uno de ellos incluso le había llamado habibi, pero como insulto.

"Sí, pero aún más brutal", dijo, midiendo cuidadosamente sus palabras. "Si alguien se atrevía a cuestionar su poder, lo atrapaba y lo llevaba a sus mazmorras". Los ojos de Hadi se agrandaron y se asustaron. ¿Qué había hecho? No le estaba contando a su precioso hijo la historia de una tierra lejana, sino un relato apenas velado de las mismas pesadillas de las que ella intentaba escapar.

"Un día, la niña y sus amigos decidieron que iban a plantar cara al monstruo". Sentía que buscaba un protagonista y, de repente, se le apareció en forma de ella, Omar y Fares, unidos por los brazos en la calle, un mar de cuerpos, pidiendo la caída del régimen.

"Aunque tenían miedo, sabían que juntos eran más fuertes". Laila se detuvo un momento. ¿Cómo iba a contarle los días felices de la revolución sin hablar de los brutales años de la guerra civil? Si no tenía cuidado, los barriles bomba iban a empezar a aparecer en sus cuentos.

"¿El monstruo tenía escamas verdes?"

"Sí", se rió. Un monstruo con escamas verdes era mucho menos aterrador que uno con ojos azules como el acero. "Tenía escamas verdes y escupía enormes bolas de fuego a la niña y a sus amigos. Llegó a ser tan peligroso que la niña tuvo que emprender un largo viaje, muy lejos". Se preguntó si una pequeña parte de él sabía que ella era la niña, con el estómago en un bote diminuto, aterrorizada por el negro mar de tinta, sin saber aún que él estaba creciendo dentro de ella.

"Finalmente, llegó hasta un nuevo reino, donde sabía que el monstruo nunca podría alcanzarla. Y empezó una nueva vida, feliz para siempre". Se acurrucó contra ella y Laila le acarició el pelo, deseando que pudieran quedarse así para siempre.

"Me alegro por ella, pero espero que pueda volver algún día". Laila esperaba que él no se diera cuenta de que intentaba contener una lágrima.

"Yo también".

"¿PUEDES RECORDARME QUE LLAME A LA COMPAÑÍA DE LA TARJETA DE CRÉDITO?"

No era raro oír a Kathy levantarse a las siete y media de la mañana. Mucho antes de que el café matutino de Omar se hubiera asentado en sus venas, Kathy solía estar ya tachando cosas de su interminable lista de tareas pendientes, a menudo con al menos un niño aferrado a ella.

"¿Qué pasa?", preguntó, sirviéndose una taza de café. Aunque Omar siempre había sido nocturno, mantenerse al día con Kathy y las presiones de la paternidad le habían exigido madrugar. Sus recientes trasnochadas significaban que apenas dormía.

"Me han llamado para decirme que hay que pagar 2.000 dólares a Lufthansa". Meghan rebotó sin esfuerzo sobre un brazo, con el móvil en el otro. Los niños la habían hecho más eficiente, organizando los horarios para el desayuno y el baño, los almuerzos escolares en fiambreras isotérmicas de colores a juego, comprobando de algún modo que todas las facturas estuvieran pagadas y asegurándose al mismo tiempo de que todos comieran verdura.

"Lufthansa. Alguna aerolínea alemana, o algo así".

Lufthansa. El vuelo que había reservado la noche anterior iba de Detroit a Beirut pasando por Fráncfort. Por supuesto que aparecería como un cargo fraudulento. Era mucho más dinero del que solían gastar en cualquier cosa. Maldijo el éxito de la revolución siria. ¿Por qué no podía simplemente pagar a un contrabandista en efectivo, como en los viejos tiempos? Debería haberla incluido en su decisión. Aunque fantasear con viajar a Siria le hiciera sentir como si tuviera diez años menos, un avión no era una máquina del tiempo. Ahora tenía responsabilidades, responsabilidades con Ryan, Kristen, Meghan y Kathy.

"Fui yo", confesó. "Compré un billete para ir a Beirut".

Vio cómo sus palabras se reflejaban en su rostro. Primero, su ceño suave y pálido, que sólo recientemente había empezado a reflejar su edad, se arrugó en señal de confusión. Luego, dejó a Meghan en su trona y volvió a mirarlo, con sus ojos azules, normalmente amables, entrecerrados.

"Es para ir a Damasco". Tomó con cautela un sorbo de café. Debería haberla incluido en su decisión. ¿Quién era él para decir que ella no entendería que él quisiera ver su tierra natal por primera vez en una década, que ella no querría compartir su emoción? Puede que ella hubiera puesto a sus hijos nombres americanos que él apenas podía pronunciar, pero seguro que entendería su deseo de volver a casa por primera vez desde que huyó de Siria.

"El aeropuerto aún no está abierto, pero puedes volar a Beirut y tomar un taxi desde allí". ¿Por qué no podía dejar de hablar? "Son sólo unas dos horas."

"¿Se supone que debo quedarme aquí con nuestros tres hijos mientras tú huyes a una zona de guerra?". Cuando Kathy se enfadaba, su voz se volvía grave y tranquila, retumbando ligeramente pero sin llegar a rugir. Era tan diferente de Laila, que despotricaba y desvariaba por algo tan benigno como una diferencia de opinión política. Deseaba que perdiera los nervios, que le gritara y rompiera platos sin importarle si sus hijos la veían perder los nervios o no.

"No es una zona de guerra", protestó. Ése era el problema de los estadounidenses: pasara lo que pasara en Oriente Próximo, nunca podían verlo más que como una zona de guerra. De la misma manera que todos los tertulianos de la CNN predecían ahora con confianza que Siria sería "otra Libia o Iraq", como si la "liberación" en sí fuera el problema, y no las manos que la llevaban.

 "Es un lugar precioso, donde pasé los días más felices de mi infancia". Por un momento, Omar imaginó cómo sería ver crecer a su familia en Damasco. ¿Cómo sería criar a sus hijos rodeado de decenas de tías, tíos y primos? Aunque aún no supieran hablar árabe, no era demasiado tarde para aprender. Quizá pudiera hablar a sus hijos en la lengua de su corazón.

 "Podríamos ir - todos nosotros, juntos."

En cambio, Kathy frunció los labios.

"Ahora sí que has perdido la cabeza".

"¿POR QUÉ LLORAS MAMÁ?"

Laila no se había dado cuenta de que Hadi se había despertado. 

Normalmente, Laila no se permitía llorar, sobre todo delante de Hadi. Pero desde la caída del régimen, era como si algo en su interior hubiera estallado. ¿Cómo podía explicar que no eran lágrimas de tristeza, sino de alegría, de incredulidad, lágrimas que llevaban tantos años atrapadas en su cuerpo que no sabía de dónde venían?

"¿Recuerdas la historia que te conté sobre el monstruo malvado que nunca renunciaría a su poder, sin importar a cuánta gente hiciera daño?". Abandonó su equipaje para agacharse a su lado, una sonrisa se dibujó en su rostro al darse cuenta de que, después de todo, la historia no había terminado.

"Tenía escamas verdes y solía escupir bolas de fuego a la niña y a sus amigos". Hadi prestaba una atención al detalle como nunca antes había visto. Debía de ser el talento de Omar para las ciencias y las matemáticas, que de algún modo había heredado. Mientras que ella hablaba en metáforas y alegorías, Hadi siempre la desafiaba en lo literal que podía ser.

"Exactamente", sonrió. "Aunque la niña era feliz, la vida en el nuevo reino no siempre era fácil". Laila miró el libro de gramática alemana que había estudiado con ahínco cuando llegó a Stuttgart, con la esperanza de dominar algún día el idioma. Ahora se conformaría con que alguien no la corrigiera a mitad de frase. "Tuvo que aprender un nuevo idioma y averiguar cómo ser adulta, ella sola".

"¿Cometió muchos errores?"

"¡Sí, pero lo intentaba!" Le golpeó juguetonamente con una almohada. "La niña nunca pensó que iba a poder volver a su reino, y estaba muy preocupada por sus amigos que aún vivían alrededor del monstruo".

"Pero sus amigos nunca abandonaron la lucha". Ahora sentía las lágrimas correr por su rostro y, por primera vez, no hizo nada para intentar detenerlas. "Aunque era demasiado peligroso ir a las protestas, no dejaron de soñar con el día en que aprovecharían la magia suficiente para liberarse del monstruo". ¿Cómo explicaba Omar esto a sus hijos? Deseó que hubiera algún tipo de plano, un manual para explicar lo impensable -y luego, lo inimaginable- a un niño. Y así, sin más, se le ocurrió: magia.

"Un día, todos se reunieron una vez más, pero esta vez sintieron una oleada de poder y supieron que podían luchar contra el monstruo". Al principio, había ignorado las noticias que alertaban de que los rebeldes avanzaban hacia Alepo. Pero al cabo de unas horas, no podía dejar de refrescar el blog en directo de Al Jazeera, observando insomne cómo los rebeldes tomaban Hama y Homs, preguntándose qué pasaría si llegaban a Damasco.

"Recuperaron su reino del monstruo y sus secuaces, poco a poco". En cuestión de días, se encontró viendo sin parar vídeos de prisioneros en libertad, clips de noventa segundos de alegría pura y extasiada. La magia era la única forma de explicarlo.

"Fueron a las mazmorras del monstruo y desactivaron las cerraduras con sus poderes mágicos". Un vídeo especialmente alegre mostraba a dos hermanos que no se habían visto en siete años abrazándose. Lo vio una y otra vez, preguntándose si Omar volvería e intentaría ver también a sus hermanos. "De repente, todos los que habían intentado luchar contra el monstruo corrían libres por las calles de nuestro reino".

"¿Qué hizo el monstruo?" Hadi ladeó la cabeza y la miró. ¿Lo sabía? Tenía que saberlo.

"Intentó gruñirles, escupirles fuego una vez más, pero cuando gruñó, ¡no salió nada!". Al despertarse a la mañana siguiente, Laila había sentido una ligereza que creía haber dejado atrás hacía tiempo, y se preguntó si Omar también la sentiría. "Estaba tan avergonzado que salió corriendo".

"¿El monstruo se ha ido?"

Laila tiró de él y le rodeó el pecho con los brazos, preguntándose qué pensaría de su hermoso reino. "El monstruo se ha ido".

 

Anna Lekas Miller es una escritora y periodista fascinada por el modo en que las fronteras configuran nuestro mundo. Su trabajo ha aparecido en Newlines Magazine, The Intercept, CNN, The Nation y varias otras publicaciones.Está trabajando en su primer libro, Love in the Time of Borders, que será publicado por Hachette Book Group en junio de 2023. Encuéntrala en Twitter @agoodcuppa y en Instagram @annalekasmiller.

 

1 comentario

  1. Se trata de una obra profundamente convincente y bellamente escrita que capta el peso emocional del exilio. La narración es envolvente, con imágenes vívidas y reflexiones sobre el amor, la pérdida y la identidad.

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